Así llama San Pablo, el don que ha recibido de Jesús, el Hijo de Dios. Dice textualmente: “Hemos recibido la gracia del apostolado para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles”.

Y así, el Apóstol nos muestra su propia conciencia de elegido y enviado. Se sabe, se reconoce a sí mismo como instrumento elegido por pura misericordia de Dios para atraer a los gentiles a la fe en el Dios verdadero. Pero hasta que llegó a comprenderse así, Pablo tuvo que experimentar en repetidas ocasiones el rechazo de los suyos, del pueblo judío, para quien había pasado de ser un maestro de la ley, a convertirse en un anatema, un hereje al servicio de este nuevo camino, el de los discípulos de Jesús de Nazaret.

La conciencia de no pertenecerse ya a sí mismo, sino de ser de Cristo, su Señor, la conciencia de no hacer sus planes, sino los de Cristo, el que le había llamado de la muerte a la vida, la conciencia de haber recibido de Él toda la autoridad y el poder, le lleva a decir que su misión es suscitar la obediencia de la fe entre los gentiles.

¿En qué sentido es obediencia la fe? Cuando Dios se revela a los hombres, a su pueblo o a una persona en particular; la respuesta que corresponde a esa iniciativa es la fe, es decir, la entrega confiada a otro que me sostiene, que me ilumina y que me conduce. En este sentido, la fe es obediencia.

Me llama poderosamente la atención que los apóstoles de Cristo al final de su vida tuvieran más “éxito en su misión” que su propia Maestro. Jesús ya había predicho. “En verdad os digo que hay algunos de los que están aquí que no probarán la muerte hasta que vean al Hijo del Hombre venir en su reino (Mt 16,28). Y también: “En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, las obras que yo hago, él las hará también; y aún mayores que estas hará, porque yo voy al Padre” (Jn 14,12). Pues la realidad es que Jesús en su predicación al pueblo judío apenas consiguió algo de fruto por su labor. En la pasión de Cristo suena con un tono dramático, la voz de la muchedumbre que rechaza a Jesús y pide a Pilato: “Crucifícalo, crucifícalo” y más tarde: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.

Hoy en el evangelio escuchamos a Jesus lamentarse por este rechazo y también recordarle a la gente que se apiñaba a su alrededor algunos ejemplos del pasado, bien conocidos para ellos, en los que se veía cómo los paganos, habían obedecido a Dios y no así Israel su pueblo, escogido. “Cuando la reina del sur vino desde el confín de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón”, o “cuando los habitantes de Nínive se convirtieron por la profecía de Jonás”. Y por si fuera poco recordarle al pueblo estos antecedentes del pasado, Jesús añade un argumento que hace del rechazo presente algo aún peor. Él es más que Salomón y Él es más que Jonás. Por tanto, no va a dar más signos porque claramente ya son suficientes. Así por ejemplo el signo de Jonás es una profecía de la pasión, muerte, sepultura y feliz resurrección de Jesús. Los tres días con sus tres noches en el vientre del cetáceo nos recuerdan a los creyentes en Cristo al anuncio que él mismo hace de su resurrección.  “He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte; y le entregarán a los gentiles para que le rechacen, le azoten, y le crucifiquen; pero al tercer día resucitará. (Mt 20, 18-19). Nosotros que somos el pueblo escogido de Dios, el nuevo y definitivo Israel, también podemos caer en el mismo pecado de nuestros padres y convertir nuestra fe en una costumbre, en una forma de vida, en un modo de concebir la vida espiritual o el culto religioso, pero olvidar la raíz y la esencia de la fe: la obediencia, la confianza y la entrega a otro.