Jesús no aguanta ni la falsedad ni la mentira. Él ama a todos los hombres sin excepción, pero odia todo aquello que los destruye. Jesús no puede con las mentiras. Y la peor de todas es la que falsea la imagen de Dios. En este sentido, se puede decir que Jesús no solamente revela al hombre la identidad del hombre sino también le revela la identidad de Dios.

Los fariseos, maestros del pueblo de Dios se habían apropiado de Él y, se encargaban de transmitir una idea falsificada de Él. Para los maestros de la ley, sería suficiente que el hombre cumpliera la ley con sus más de 600 prescripciones; esto serviría para agradar a Dios y merecer su bendición. Dios aparecería, así como una especie de contador de méritos y de oraciones que estaría ineludiblemente determinado a premiar o a castigar en función de los méritos adquiridos o desperdiciados.

En la primera lectura, San Pablo nos habla de cómo había sido educado como fariseo y como tuvo un encuentro con Cristo que le hizo cambiar completamente su mentalidad y por tanto su imagen de Dios. San Pablo sabe que él no ha hecho ningún mérito para recibir todo lo que se le ha dado y por eso, tiene clara conciencia de que la salvación es un regalo inmerecido, y que la recibimos por la fe en Cristo, pero no por las obras de la justicia. Sus enseñanzas en la carta los romanos son de una importancia extrema porque nos devuelven la verdadera imagen de Dios, tal y como Jesús nos la ha revelado. Jesús habla de Dios como “su padre del cielo que es también ahora nuestro padre” y que nos ama con ternura. Un padre providente que sabe lo que necesitamos aún antes de que se lo hayamos pedido, que tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza. No es un Dios terrible a quien hay que aplacar con nuestros méritos y así conseguir la salvación.

Por eso Jesús arremete contra los fariseos con dos argumentos distintos que constituyen, por decirlo así, como la victoria de un combate librado en dos asaltos. En el primer asalto Jesús denuncia al fariseos porque “construyen grandes mausoleos para los profetas a quienes sus padres mataron”. También nosotros hoy podríamos recibir una denuncia así cuando añoramos y veneramos algunos santos de nuestro tiempo que han sido verdaderos profetas como por ejemplo San Juan Pablo II o el Santa Teresa de Calcuta, para simultáneamente caer en los mismos errores que aquellos que en su tiempo los consideraron unos profetas incómodos a quienes no aportaba nada escuchar. Por ejemplo, Maria Teresa siempre defendió la vida frente al aborto y cualquier otra amenaza. Juan Pablo II siempre hablo de la existencia de actos intrínsecamente malos cuya calificación moral no podía depender de las circunstancias o de las intenciones con que se cometieran. En estos puntos como en otros muchos todavía ahí somos igual de culpables que aquellos que en su tiempo, los rechazaron y los mataron – aunque en sentido figurado.

En el segundo asalto, Jesús acusa a los fariseos de haberse quedado con las escrituras, como si fueran sus únicos dueños y sus intérpretes autorizados. “Habéis cerrado y no dejáis entrar a nadie”, es una expresión que tiene varios paralelos en nuestra lengua española; para expresar esta misma actitud, “no solamente no quieren entrar en la fiesta de la misericordia, sino que apropiándose de lo que no son ellos, impiden que todos los demás que están necesitados de esa misericordia puedan acceder a ella”.

También hoy esta es una tentación para muchos de nosotros en la Iglesia: en vez de facilitar el acceso a los que están lejos, les cerramos las puertas y no les permitimos entrar, a la vez que nosotros mismos nos empeñamos en quedar también fuera. Por lo visto, falsear la imagen de Dios no es cosa solo de su tiempo, sino que cada generación tiene y cae en esa misma tentación. Le pedimos al señor la gracia de acoger su salvación, que se nos revela como un don inmerecido, y la de alegrarnos tanto, que así y de una vez por todas, nos convirtamos en los apóstoles de la gracia y de la misericordia.