Dios es fiel. El Padre del cielo es fiel a sus hijos. El Hijo, nuestro hermano, es fiel a nosotros. El Espíritu Santo es el amor fiel del Padre y del Hijo, que se ha derramado en el corazón de los creyentes para colmarlos de ese mismo Amor fiel.

Que Dios Padre es fiel a sus hijos nos lo ha enseñado Jesús cuando nos reveló su corazón en la parábola del padre bueno. No se cansó de esperar. También nos dijo: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”. Y sobre la fidelidad del Espíritu que procede del Padre y del Hijo, también nos habló el Señor cuando dijo: “cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a sus hijos que claman a él. Hoy también se nos promete esa asistencia que está incluso asegurada en las horas más duras y difíciles de nuestra vida cristiana, cuando tengamos que testimoniar ante reyes y tribunales, es decir, en el momento del martirio.

Sabemos que el Espíritu Santo, que es fiel, no nos abandonará en esa hora, al contrario, nos dará las palabras oportunas, las necesarias para cumplir nuestra misión, también la fortaleza, junto con la ciencia, la sabiduría, el consejo y el entendimiento y los demás dones. Por eso si el Padre, el Hijo y el Espíritu son fieles en su relación con nosotros, es natural y comprensible que se nos pida a nosotros ser fieles a Dios. No se trata solo de ser fieles a Dios como Dios lo es a nosotros. No, la cosa va más allá. Podemos ser fieles a Dios porque Dios es fiel a nosotros y su fidelidad hace posible la nuestra.

El Espíritu Santo que mantuvo unido al Padre y al Hijo en los días de su vida mortal, el Espíritu Santo que lo movió en su pasión para que entregara su vida libremente por amor a nosotros, el Espíritu Santo que se derramó en el momento en que Jesús cumplió con fidelidad todo lo que el Padre le había mandado hacer en la cruz, es el mismo Espíritu que lo resucitó de entre los muertos y lo glorificó sentándolo a la derecha del Padre. Ese Espíritu es el que nos hace ser fieles a Cristo. A nosotros solamente nos toca, confiando en su poder, confesar a Cristo ante los hombres y, así él nos confesará y nos reconocerá ante los ángeles de Dios en la hora del juicio.

Este Espíritu de Dios es el amor fiel de la Trinidad, y opera en nosotros desde que lo recibimos por primera vez en el bautismo, en una constante efusión durante toda la vida. Este Espiritu, al que Jesús llamada “el dedo de Dios”, era el poder con el que expulsaba los demonios, y por eso, Jesús advertía aquellos que decían que él expulsaba a los demonios por arte de Belcebú, de la gravedad de dicha acusación.

“Quien blasfemia contra el Espíritu Santo…” Es el único pecado que no se puede perdonar. ¿Qué queremos decir con eso exactamente? Que Dios no nos miente ni nos engaña cuando promete regalarnos su Espíritu y que, por tanto, podemos y debemos creer que este Espíritu obra en nosotros con autoridad y con poder, y su acción es suficiente para hacernos santos a nosotros, que somos pecadores. Blasfemar contra el Espíritu Santo sería algo así como pensar que Dios nos ha abandonado porque el Espíritu Santo podría hacer maravillas, obras grandes, en la vida de los otros, pero no así en nuestra propia vida. Sería cerrarnos consciente y voluntariamente a sus operaciones, impidiendo su acción santificante en nuestra vida. Por eso, el mejor antídoto contra esta enfermedad, la mejor respuesta a esta absurda objeción consiste en ponernos plena y dócilmente en sus manos. Como los discípulos, en los orígenes de la predicación apostólica, en los días de la Iglesia naciente, que se dejaban arrebatar por el Espíritu y conducir con total libertad y sumisión.

La santidad de Dios es tan excelsa que los ángeles la proclaman constantemente adorándolo en su presencia: “Santo, Santo, Santo”. También nosotros podemos adorarlo en espíritu y verdad dejando que su santidad nos alcance y nos transforme. Dios que es fiel, llevará con fidelidad esta obra a plenitud.