Cada uno da según su capacidad. Y cada uno recibe según su capacidad. De nada sirve que te echen una botella de litro de coca-cola si el vaso es de 250 ml.: tres cuartas partes se desperdiciarán. De nada sirve dar una clase de chino avanzado si el alumno no ha comenzado a distinguir un símbolo de otro y a decir a duras penas «ni hao». Alguien que no tenga un kilo de trigo no puede dártelo. Alguien que nació ciego, no valorará un Sorolla que le regales.

Estos principios de la física se dan también en la realidad inmaterial, desde la metafísica a la espiritualidad. Por mucho que el sabio regale jugosos consejos y profundas enseñanzas, el necio ni los aprende ni los valora.

Pero en el caso de Dios, lo curioso es que no se aplican esos principios según la regla de la naturaleza creada: tiene sus reglas propias. Y la regla por antonomasia es el «don sin medida». San Pablo lo afirma así: «los dones y la llamada de Dios son irrevocables».

Dios da según Él es. Pero nosotros recibimos según nuestra capacidad. A causa del amor que el Señor nos tiene, Él nunca se cansa de dar, de derramar sobre nosotros auténticas lluvias de gracia, aunque nuestra taza sea pequeña. Así ocurrió en el bautizo, sacramento que constituye el mayor don y llamada de Dios.

La expresión «irrevocables» significa que Dios no cambia de opinión: lo que hace tienen cualidades perfectas, imperecederas, aunque el recipiente sea frágil.

Este es el fundamento de la doctrina sobre lo que se denomina «carácter sacramental», que afecta a tres sacramentos: el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal. Los dos primeros forman parte de la iniciación cristiana, y los reciben todos los cristianos. El Espíritu Santo configura de tal modo a quien los recibe que su acción es imborrable, indeleble y eterna: configura nuestra vida con Cristo de tal modo que ya nada podrá cambiarlo. Otra cosa bien distinta es que alguien viva de espaldas a ese don. Pero en cuanto a la acción divina que se produce en esos sacramentos, está claro que no es obra humana, sino divina: el don nunca se borra, no cambia, por mucho que intentemos borrarlo. Sería como pretender borrar de nuestro cuerpo el ADN.

El sacramento del orden sacerdotal imprime también «carácter», es decir, es imborrable. Quien recibe la ordenación sacerdotal es «sacerdos in aeternum», sacerdote para toda la eternidad, configurado con Jesucristo cabeza de la Iglesia. Otra cosa es que algunos sacerdotes pidan la secularización, que es una dispensa canónica de los compromisos sacerdotales, lo cual no afecta a ese carácter sacramental, que, en cuanto acción divina, permanece inmutable para siempre.

¡Ojalá seamos conscientes de la trascendencia de estos tres sacramentos! Cristo configura nuestra vida de un modo divino. Recemos, meditemos y agradezcamos aquellos dones que recibimos de Dios y seamos fieles a esa llamada divina.