La cultura de las prisas se encarna, entre otros muchos ejemplos, en la «fast food», la comida rápida, llenando mesas de hamburgueserías y demás lugares de pseudo-alimentos con personas solas enganchadas al pinganillo del móvil o del portátil mientras siguen resolviendo cosas del trabajo. Quince minutos después, engullidos los alimentos como los pavos, salen escopetados, como escuchando los latigazos que impelen la efectividad de tiempo y resultados para un mayor beneficio. La cultura del 5G tiene grandes ventajas, pero también esconde evidentes peligros, como la falta del disfrute auténtico de la vida. Las prisas tienden a alienarnos de la realidad, a sacarnos del disfrute y aprovechamiento del tiempo presente. No es así el Reino de Dios, desde luego.

Los grandes banquetes requieren tiempo, mesas puestas con cariño, platos cocinados de verdad -al estilo único de la abuela-, comensales con los que apetece estar y un motivo importante que nos reúna. Según estabas leyendo esto, ¿en qué has pensado? ¿A qué evento en tu historia personal te has retrotraído? Pues así será el Reino de Dios.

El afecto que nos une a las personas amadas más importante de nuestras vidas tiene un nombre que remonta su origen a Dios mismo: comunión. Dios es una comunión de personas, que llega a plenitud en esa eterna unión en la diferencia de Personas divinas. De igual modo, la experiencia del amor familiar será siempre la mejor analogía para comprender la Iglesia si queremos resaltar nuestro vínculo de afecto más íntimo: de igual modo que el amor materno y paterno constituye la argamasa que une los ladrillos (cada persona distinta de la familia), así el amor divino une a todos los fieles. En la familia, cada uno es diferente y debe sumar con sus cualidades y su forma de ser a algo más grande que él mismo, que es la comunión entre los diferentes. San Pablo hoy se refiere a ello vinculando la diversidad de carismas a la unión en el amor.

Demos gracias al Señor porque ese afecto que nos aglutina lo recibimos de modo eminente en el gran banquete de la eucaristía, donde comulgamos todos el mismo amor del Corazón de Cristo. De esa fuente eterna de pegamento sobrenatural que nos une a todos, brotará la fecundidad propia a la que está llamada la iglesia.