PRIMERA LECTURA
Ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, para que la ofrenda de los gentiles sea agradable.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 15, 14-21
Respecto a vosotros, hermanos, yo personalmente estoy convencido de que rebosáis buena voluntad y de que tenéis suficiente saber para aconsejaros unos a otros.
Pese a todo, os he escrito, propasándome a veces un poco, para reavivar vuestros recuerdos.
Lo he hecho en virtud de la gracia que Dios me ha otorgado: ser ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, ejerciendo el oficio sagrado del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, sea agradable.
Así pues, tengo qué gloriarme en Cristo y en relación con las cosas que tocan a Dios. En efecto no me atreveré a hablar de otra cosa que no sea lo que Cristo hace a través de mí en orden a la obediencia de los gentiles, con mis palabras y acciones, con la fuerza de signos y prodigios, con la fuerza del Espíritu de Dios
Tanto que, en todas direcciones, partiendo de Jerusalén y llegando hasta la Iliria, he completado el anuncio del Evangelio de Cristo.
Pero considerando una cuestión de honor no anunciar el Evangelio más que allí donde no se haya pronunciado aún el nombre de Cristo, para no construir sobre cimiento ajeno; sino como está escrito:
«Los que no tenían noticia lo verán, los que no habían oído comprenderán».
Palabra de Dios.
Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4
R. El Señor revela a las naciones su salvación.
Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas.
Su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo. R.
El Señor da a conocer su salvación,
revela a las naciones su justicia.
Se acordó de su misericordia y su fidelidad
en favor de la casa de Israel. R.
Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
Aclamad al Señor, tierra entera;
gritad, vitoread, tocad. R.
Aleluya 1Jn 2,5
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
Quien guarda la Palabra de Cristo,
ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. R.
EVANGELIO
Los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que con los hijos de la luz.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 16, 1-8
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes.
Entonces lo llamó y le dijo:
“¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando”.
El administrador se puso a echar sus cálculos:
“¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”.
Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero:
“¿Cuánto debes a mi amo?”.
Este respondió:
“Cien barriles de aceite”.
Él le dijo:
“Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”.
Luego dijo a otro:
“Y tú, ¿cuánto debes?”.
Él dijo:
“Cien fanegas de trigo”.
Le dice:
“Toma tu recibo, escribe ochenta”.
Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz».
Palabra del Señor.
“Los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”
Esta parábola es maravillosa. Jesús nos anima a la creatividad y a la sagacidad y astucia. Hay quien piensa que los cristianos tenemos que ser apocados y extremadamente generosos con las cosas materiales, o despreocupados con las cuestiones económicas, como si lo nuestro no tuviéramos importancia.
Algunos deben de pensar que los cristianos no comemos o que nuestras necesidades están difuminadas, como si fuéramos seres angelicales. Este planteamiento nace de dividir y separar lo divino de lo humano como si nuestra fe nos apartara de los compromisos y obligaciones humanas.
En este dividir lo humano y lo divino podemos caer en dos extremos, malos los dos: la codicia y la imprudencia.
La codicia, la acumulación de bienes, es un peso para el creyente. Nos impide correr ligeros la carrera de la fe, pero además destruye las relaciones con los demás.
Querido hermano:
La codicia te hace autosuficiente y los demás, especialmente los pobres, desaparecen de tu pensamiento y cuidado. El codicioso es miserable pues se fatiga para acumular, tiene temor en conservar y dolor en perder.
El otro extremo o dificultad del que nos habla el Evangelio es la imprudencia y descuido para aprovechar nuestros bienes o el derroche con el que utilizamos los bienes que no son nuestros o aquellos que son comunes.
Es verdad que el Reino de Dios es de los pequeños y sencillos, pero Jesús nos anima también a la inteligencia y la astucia. En lo humano no debemos responder desde la imposición o el fraude o la violencia que somete y acorrala a los débiles pero sí desde la inteligencia y astucia no para envolver sino para aprovechar los recursos, capacidades y
oportunidades de la vida.
La parábola no nos mueve a malversar bienes pero sí a utilizar los bienes de este mundo para ponerlos al servicio de los más necesitados.
Jesús presenta este ejemplo no como una exhortación a la deshonestidad, sino como una astucia. De hecho, enfatiza: «El señor alabó a ese administrador injusto, porque había obrado astutamente» (v. 8), es decir, con esa mezcla de inteligencia y astucia, que te permite superar situaciones difíciles. (…) esta página evangélica hace resonar en nosotros la pregunta del administrador deshonesto, expulsado por su amo: «¿Qué haré pues?» (v. 3). Frente a nuestras carencias y fracasos, Jesús nos asegura que siempre estamos a tiempo para sanar el mal hecho con el bien. Que los que han causado lágrimas hagan felices a alguien; que los que han quitado indebidamente, done a los necesitados. Al hacerlo, seremos alabados por el Señor “porque hemos obrado astutamente”, es decir, con la sabiduría de los que se reconocen como hijos de Dios y se ponen en juego por el Reino de los cielos. (Ángelus, 22 septiembre 2019)