Una vida cristiana sin Espíritu Santo no es una vida cristiana. Esto puede parecer una obviedad, pero la realidad nos dice que hay muchas personas que se dicen creyentes y no tienen ninguna conciencia de la acción o del poder del Espíritu Santo en su vida. Nunca han sentido que el Espíritu Santo les diera fuerza o sabiduría para llevar a cabo la voluntad de Dios en su vida. Así que, aunque no lo digan, esos cristianos en realidad se atribuyen a sí mismos, a su propia fuerza y capacidad los méritos de sus actos y la bondad de sus obras. Se comprende por tanto que en seguida se derrumben cuando las fuerzas flojean o las capacidades topan con sus propias límites.

No es lo mismo entender por “vida espiritual”, todo aquello que se refiere a la relación con Dios y que está en un plano superior al de las cosas ordinarias; que entender por “vida espiritual” la vida entera conducida por el Espíritu Santo. Son dos maneras muy distintas de plantearse la vida cristiana. En la primera es fácil caer en un cierto pelagianismo por el cual el Espíritu Santo, en el mejor de los casos, sería una ayuda, un suplemento, ese “algo más necesario” para que el cristiano obre según Dios. En la segunda es mucho más fácil caer en la cuenta de que sin este Espíritu no hay nada santo en nosotros, sin su fuerza y su sabiduría no podríamos realizar nada verdaderamente bueno.

El Bautista nos dice que él reconoció quién era el que bautizaría con Espíritu Santo, porque aquel que le mandó a él bautizar con agua le dio esa señal: “aquel sobre quien veas posarse el Espíritu Santo·, aquel en quien permanezca. Por eso, da testimonio y sabe que Jesús es el Hijo de Dios, el que ha recibido el Espíritu Santo en plenitud. Por tanto, el signo de la filiación es el Espíritu Santo que posee plena y personalmente Jesús. Él será por consiguiente el que lo dé a los hombres y a eso se refiere Jesús cuando menciona su bautismo, que como bien sabemos, no es solo el que recibió en el Jordán de manos de Juan, sino sobre todo su pasión, su muerte y su resurrección. Efectivamente, en el misterio pascual Jesús llevado a plenitud en el Espíritu Santo, perfeccionado en el sufrimiento y vencedor del pecado y de la muerte se convierte desde su ascensión al cielo en aquel que da el Espíritu a la Iglesia. Ahora los cristianos somos los que hemos recibido este Espíritu y por eso somos hijos de Dios.

De la misma manera que a Jesús no lo reconocieron, tampoco a nosotros nos reconocen, dice el apóstol san Juan. Solo al final de los tiempos, se manifestará verdaderamente lo que somos, cuando lo veamos tal cual es. Mientras tanto, ahora, gozamos de las primicias del Espíritu Santo que nos permite permanecer en Dios y por tanto, nos introduce en una vida nueva, donde el pecado ya no reina. La afirmación rotunda “el que permanece el Espíritu ya no peca más” es un una confesión de fe muy profunda. Quizá nosotros en la vida ordinaria podamos tener experiencia de esto. Cuando Dios lleva las riendas de nuestra vida, cuando el Espíritu Santo es quien conduce nuestro obrar cotidiano, experimentamos una alegría y una plenitud que nos aleja del pecado. Lo podríamos formular más coloquialmente así: “si eres feliz, no pecas “. Es esta una realidad de la que se puede tener experiencia y que conlleva una alegría enorme. No es la alegría del que hace el bien es la alegría del que vive en el Espíritu. No es la alegría del que cumple los mandamientos y normas, es la alegría del que vive en el amor que supera con creces toda la ley. ¿Cuál es, nos preguntamos una vez más, el elemento diferenciador? La respuesta es clara: “el Espíritu Santo”, nuestra mayor o menor apertura y nuestra obediencia a su acción en nosotros.

Pidámosle al Señor que se dejó conducir por el Espíritu hasta el final y por eso permaneció siempre unido al Padre, obediente hasta la muerte y amó siempre a los hombres, hasta el extremo de dar la vida por ellos; que también nosotros nos dejemos conducir por ese mismo Espíritu, su Espíritu, el Espíritu de victoria, que él ha querido derramar sobre su Iglesia para que vivamos una vida de hijos amados de Dios.