Se trata de no reprimir el deseo ni acallar las preguntas. Nuestro corazón, aunque se pueda enfermar e incluso romper o corromper, salió bien hecho de fábrica. Dios nuestro creador nos ha dotado de esta dimensión trascendente por la cual el hombre sabe que no se basta a sí mismo, que no está completo si no se abre y se encuentra a sí mismo en la relación con el otro.

Eso se puede afirmar sin ninguna duda de los encuentros que vivimos en los que nos vamos configurando y encontrando nuestra propia identidad, pero hay que decir también que la pregunta “¿quién soy yo?” solo encuentra la respuesta completa y definitiva en un encuentro peculiar con un “tú” que no es cualquiera, otro ser pobre y limitado como yo, sino con un “Tú” que es Dios. Esta es la grandeza del misterio de la encarnación que Dios se hace accesible en un “tú” que “es como tú”, un “tú” tan humano como yo.

Juan y Andrés eran discípulos de Juan Bautista y cuando este señaló a Jesús diciendo: “He ahí al cordero de Dios”, no pudieron hacer otra cosa que ir a donde el corazón los llevaba. Se pusieron a caminar detrás de él. Se pusieron a seguirle.

Jesús se dio cuenta y se volvió para preguntarles mirándolos directamente a los ojos: ¿Qué buscáis?” Esta es la pregunta que el Señor nos hace a todos y en cuya respuesta están implícitas un montón de cosas buenas. “Maestro, ¿Dónde vives?”. Es decir: buscamos a un auténtico maestro que nos enseñe lo que es la vida, buscamos el lugar donde reside esa vida y si se puede alcanzar de alguna manera, queremos saber cuál es el misterio de su identidad, quién eres y quiénes son los tuyos, con quién vives, quiénes son tu madre y tus hermanos…

“Venid y lo veréis”. No hay respuestas teóricas. No se revela nada a quien no arriesga su libertad y se deja afectar por el misterio. Que se abstengan los cobardes y los perezosos. Los que no quieran que cambie nada en su vida que ni lo intenten. Esto es una invitación a participar y disfrutar de la amistad. A uno que invita a su casa y abre sus puertas de par en par solo se le puede responder abriendo de igual modo las puertas de nuestro corazón de par en par para que entre él también.

“Fueron y se quedaron con él aquel día”. Como cuando los de Emaús invitaron al amable compañero de camino. “Quédate con nosotros que la tarde está cayendo” y “entró para quedarse con ellos”.

Lo que allí se habló nadie lo sabe. Lo que sabemos es que, en aquella hora, “eran las cuatro de la tarde”, la vida de Juan y Andrés dio un cambio radical. Y no solo sus vidas, sino que, desde ese momento, como las ondas en la superficie de unas aguas en calma, la presencia de Jesús llegaría como en círculos concéntricos a otros muchos más; algunos tan esenciales como Santiago y Simón, sus hermanos, que también se convertirán en los más íntimos amigos de Jesús.

Es cuestión de corazón, de no acallar el deseo ni reprimir las preguntas. Al final siempre nos encontraremos con él, que para eso se ha hecho carne, para que podamos encontrarlo y abrazarlo y experimentar esa mirada del creador que lleno de estupor ante la belleza de lo creado no puede dejar de exclamar: “¡es bueno que tú existas!”. A esa petición, a esa búsqueda y a esa llamada se refería Jesús cuando dijo: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama se le abre”.