David fue ungido rey y unificó el pueblo de Israel. La figura de este humilde pastor elegido por Dios para ser el gran monarca por antonomasia en el antiguo testamento, va a configurar una faceta del futuro mesías prometido: será también rey de Israel, y su palacio estará asentado también en el monte Sión. La conquista que hace David hoy inaugura la que se denominará desde entonces la Ciudad de David, construida sobre el Monte Sion, que queda hacia el sur de lo que será el templo levantado por Salomón en la colina contigua, el monte Moria.

El rito de la consagración como rey se realizaba mediante la unción con aceite, que hacía patente no sólo la autoridad real de cara al pueblo (dicho rito se encuentra en otras culturas), sino el designio divino de elección del candidato para la tarea de gobernar al pueblo en nombre del Señor. Es Dios el que ha encontrado a David y lo ha consagrado con óleo sagrado, como reza el salmo de hoy. Es el ungido: en griego se dice «cristós», que tiene su origen a su vez en el hebreo «māšîaḥ».

Con todo lo dicho ya tenemos un cuadro precioso que nos daría para hablar horas de la vinculación entre David y Jesús: el hecho de ser el ungido de Dios (Mesías, Cristós); su proclamación como rey de Israel; la ciudad de Jerusalén como la sede del rey.

MESÍAS — Lo que históricamente contemplamos en torno al rey David es figura de lo que habrá de suceder en Jesús, el Unigénito de Dios. Pero hay un cambio no sólo de materia, sino un salto cualitativo infinito: el día del bautismo de Jesús en el Jordán, la humanidad de Jesús es ungida, pero esta vez no con óleo, sino con el mismo Espíritu Santo de Dios. Esta unción no hecha mediante un elemento creado (el aceite), sino increado (una Persona divina) adquiere una categoría única por ser divina, indeleble, eterna, todo ello propio de Dios. Su unción única convierte a Jesus de Nazaret en el ungido prometido, es decir, el «Mesías» (no un mesías más, o un gran hombre), el «Cristós» por antonomasia, único en su género por la naturaleza de la unción que recibe.

REY — Jesús es Rey porque ha sido elegido y ungido («Mesías», «Cristós»), pero su reino no es de este mundo: se trata del nuevo Reino de Dios, que lleva implícita una plenitud no en este mundo sino en el venidero. Es decir, que el Reino de Dios es la nueva creación, que comienza ya con la presencia del Verbo encarnado, pero que tendrá su plenitud en su segunda venida (el juicio final), con la plenitud de vida que dará a todos los que hayan aceptado su reinado (la comunión de santos). Ese reino divino, que no tendrá fin, ha comenzado ya y no tendrá fin.

CIUDAD DEL REY — En la ciudad santa de Jerusalén Jesús será entronizado en un palacio peculiar: la casa propia de Dios no ha sido nunca un palacio real, sino el templo. Pero ese templo ya no será de piedra. Es el templo de su cuerpo: la humanidad de Cristo es el templo del Espíritu Santo por antonomasia. En la ciudad santa de Jerusalén, Cristo es constituido como rey del universo por su sacrificio en la cruz, que ha rescatado un pueblo innumerable de esclavos y los lleva al reino de la luz. Dicha luz comienza de modo único en su resurrección. La nueva Jerusalén celeste tiene el centro en el nuevo y flamante templo: el cuerpo glorioso de Cristo resucitado. La primera alianza tenía su símbolo en el arca que contenía las tablas de la ley, que estaba en el templo de Salomón; la nueva y eterna alianza no será en piedra, sino en la carne de Cristo muerto y resucitado, verdadero templo en que ofrecer el culto agradable a Dios y adorarle en espíritu y verdad.