Necesitamos voces proféticas que nos orienten en momentos tan complicados como los que vivimos. El papa Francisco ha dicho que no es una época de cambio, sino un cambio de época. Benedicto XVI señaló la causa del problema de fondo: el relativismo dominante que se ha convertido en una auténtica dictadura que pretende colonizar el mundo entero. Juan Pablo II señaló la encrucijada actual del mundo como una auténtica cultura de la muerte cuyo antídoto es la familia según el plan de Dios por ser el lugar privilegiado donde la persona se hace libre.

No creo que sea el único en pensar que los profetas más conocidos en la sociedad actual son los pontífices. Y como todo profeta, hablan a veces de forma fuerte, contundente, queriendo despertar al mundo del plácido sueño idílico que se nos presenta como la realidad, que en cambio es una auténtica Matrix que se adueña de la conciencia de miles de millones de personas.

De igual modo que Moisés y Cristo, la autoridad profética se fundamente en la rectitud moral del bien que defienden contracorriente precisamente porque el bien es bueno y el mal es malo. La humanidad necesita que alguien les ayude a hacer bien estas distinciones, consideradas malditas herejías en la cultura actual que profesa la idolatría de la posverdad. Así nos va.

No pasa desapercibido que el objetivo del nuevo orden mundial es una dictadura de control, más sofisticada si cabe que todos los intentos que hemos conocido a lo largo de los últimos siglos, que han dejado miles de millones de cadáveres. Pero el mal aprende también de sus errores y perfecciona su capacidad de hilar más fino en el manejo del bisturí. El papa Francisco, alertando a todos de esta situación, ha hablado varias veces de «El señor del mundo», de Benson, cuya lectura se antoja necesaria.

Esta vez, la tecnología es el principal instrumento utilizado para el gran control de lo que debemos pensar, puesto que la manipulación de la historia, la tenaza al libre pensamiento y la deformación de la conciencia colectiva son los principales objetivos para poder dominar lo que no puede dominarse: la libertad humana. El «homo smartphonicus» -neologismo necesario- es la base sobre la que cimentar este nuevo orden mundial: una pantalla que llevamos encima y que nos señala el camino de lo que hacer y pensar. Como siempre, la tecnología es muy buen siervo para hombres libres, pero muy mala cuando se convierte en señor porque acaba generando esclavos.

La agenda 2030 esconde, detrás de unos 17 vistosos y apetitosos titulares accesibles en su web oficial —que cualquier poco avezado ciudadano compraría—, terribles intenciones de dominio y control de unos pocos sobre el resto. No es poco lo que se sabe, porque entramos en una fase en que se empiezan a hacer afirmaciones públicas que certifican lo evidente por parte de quienes están construyendo esta maquinaria. Nada bueno nos espera. Al final, es lo de siempre: la pasta, que es lo que puede mantener en el poder a unos pocos, que se autohalagan jugando a ser los señores de la tierra, mientras tienen los botones de control de un mundo de esclavos. El truco es tan viejo que parece mentira que en pleno siglo XXI alguien se atreva siquiera a plantearlo, y mucho menos que sociedades enteras entren por el aro y compren semejante producto pensando en el paraíso que alcanzarán. Pero he aquí la cruda realidad: quien tiene la pasta pone las condiciones y domina.

De mil maneras, la Iglesia aparece actualmente casi como la única voz profética defendiendo con la autoridad moral que da la revelación de Cristo aquello que puede evitar el desastre al que se encamina una humanidad que está siendo cada vez más y con flagrante alevosía convenientemente anestesiada, moldeada cual gigante bola de plastilina bajo un pensamiento único, una religión universal y un monstruoso control con máscara de beneficioso.

Necesitamos profetas como Moisés. Necesitamos la autoridad moral de Cristo, que encamina hacia la rectitud de la vida y denuncia los males que aquejan a los hombres. La gran autoridad moral de los papas se fundan en la fe que tienen en que Jesucristo es el redentor de la humanidad, aquél que libera la libertad de su mayor esclavitud: la de elegir ser esclavos. A fin de cuentas, somos imagen y semejanza de un Dios libre. La historia demuestra que los intentos de controlar la libertad son exitosos sólo en apariencia, porque no puede gobernarse aquello que sólo el Señor puede gobernar: la libertad de conciencia.