Pistoletazo de salida y comienza la Cuaresma. Ayunos, abstinencias y puños apretados para ganarnos la conversión. ¡Nada más lejos de la realidad! La Palabra de Dios hoy nos pone de relieve que lo sencillo será hacer grandes cambios externamente, pero que realmente lo que tiene peso, lo que agrada a Dios, es el interior de cada uno de sus hijos: «Rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos» (Jl 2, 12). Jesús, en el Evangelio (Mt 6,1-6.16-18), nos pide no ser como los hipócritas, que necesitan ser vistos por todos los que les rodean para así sentirse realizados.

Las armas que la Iglesia nos regala para este tiempo de Cuaresma (oración, limosna y ayuno) son herramientas para poder entrar en el hondón del alma y dejar que sea Dios el que haga en nosotros el camino de conversión. ¿De qué me sirve establecer el mejor y más esforzado plan cuaresmal si lo único que genera en mí es desprecio a mi hermano? ¿Para qué voy a proclamar que ayuno si lo único que busco es sentirme mejor que los demás? La verdadera conversión es la que se da en la relación que con nuestro Padre, que ve en lo secreto. Por eso, antes de fijarse en qué ayuno, qué limosna o qué oración voy a proponerme en esta Cuaresma, la pregunta será «¿De qué necesito ser convertido en mi vida?».

Porque lo perfecto es enemigo de lo bueno, y tras un puñado de intenciones y propósitos cuaresmales pueden estar escondiéndose un deseo de autoperfeccionamiento narcisista y, a la par, que desmerece a aquel que no lo hace. Diametralmente, lo contrario a lo que nos llama Cristo.  Es mejor ir a lo pequeño, a lo sencillo, a lo escondido. Como bien nos dice San Pablo hoy, «ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación», porque este el momento en el que no quiero elegir otra cosa que no sea la conversión de mi corazón. Porque estoy convencido de que si realmente dejo que Cristo me convierta en lo profundo de mi ser, todos mis actos externos tendrán sabor a Él. Porque la obra será suya y no mía.