Mateo 21, 33-43, 45-46. Nos quedamos con su herencia.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola: “Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: ‘Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”». Le contestan: «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo». Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular? ¿Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?”» Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos. Y, aunque intentaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta.

Las parábolas de Jesús son una invitación para que los oyentes nos identifiquemos con alguno de los personajes que aparecen en ellas, con sus actitudes, con sus decisiones. Nosotros somos la viña cuidada con detalle y cariño por parte del Señor. Nos ha rodeado de las personas y de las circunstancias que mejor nos sirvieran para dar el fruto deseado: ser hombres y mujeres de paz, bienaventurados, constructores del reino. Pero en vez de devolver gratis lo que gratis hemos recibido (cf. Mt 10,8) los trabajadores de la viña se apropiaron de la producción. No querían compartir lo cosechado. Y cuando el Señor envía oportunidades para devolver agradecidos lo que la tierra había producido, las defienden de forma violenta. Fueron rechazando sistemáticamente a todos los que solicitaban compartir algo de lo cosechado. Y en la plenitud de los tiempos, al que rechazaron fue al hijo de Dios.

No cuesta reconocernos en esos trabajadores miedosos que buscaban asegurar y guardar la vida. Temían que al compartir se quedasen sin nada. Esa es la mentalidad del joven rico. Se marchó entristecido porque Jesús le pidió que todo lo que había acumulado a lo largo de su vida lo compartiera con los más pobres. Pero se vio incapaz de compartir y de confiar en la persona de Jesús. Nosotros también vivimos muchas veces divididos. Creemos en la compañía providente y cuidadora de nuestro Dios, pero en lo concreto del día a día contamos con nuestras propias fuerzas y con nuestros propios criterios para resolver las tareas diarias. Es como que la fe se queda instalada en la parte más racional de nuestra vida. Pero que en lo concreto son nuestras fuerzas las que lo logran todo. Por eso vivimos felices los éxitos, o nos deprimimos y entristecemos con los fracasos.

Ante la negativa de los trabajadores de la viña, la respuesta de Dios es de ofrecer su vida y su amor a otros pueblos, los gentiles, los de fuera de las estrechas fronteras de la religión. Si los de casa, los cercanos no quieren entrar en la fiesta, se la brindamos a los que de verdad la acojan y la necesiten. El corazón de Dios es universal. Le pedimos al Señor que nos regale a los creyentes un corazón parecido al del Padre en el que quepan todos. Y celebremos la fiesta del banquete del Reino de Dios.