A estas alturas ya sé que has entrado con los dos pies en la Semana Santa, porque si no, no estarías hurgando en los comentarios del Evangelio del día. Como que te has tomado en serio lo que decía el Señor de escrutad las Escrituras para encontrarme, porque ellas hablan de mí. Estaba pensando que es más fácil iniciar la Semana Santa que preparar un viaje por los castillos del Loira. Aquí no hace falta ni libro-guía, ni llevar varias mudas en la maleta, olvídate de tu documento de identidad, de papeleos, de dineros. Nada de pensar en el kilometraje de este pueblo al siguiente, de calcular los gastos de la gasolina, de preguntar en los hoteles si el desayuno está incluido en el precio… Esta semana va de estarse quieto, pero no como la lámpara de la bisabuela, sino permanecer en silencio, el silencio es distinto de la ausencia. Piénsalo un segundo. Te quedas solo, y delante y detrás de ti sólo hay ausencia. Te quedas en silencio, mides la longitud de la presencia de Dios en ese punto de luz que llevas siempre encendido en tu interior, y ya estás en compañía.

Ayer oíste la Pasión en la Misa de Ramos. Madre mía, ¿dónde estaba la omnipotencia de Dios? Parece que se perdió en el último milagro. Ya se acabaron los jaleos y las ganas de aupar al Mesías. Ahora toca callar y dejarse llevar por un puñado de mamporreros inconscientes. Empieza el mayor de los milagros. Piensa que cada pasaje que leas a partir de hoy será un fragmento de debilidad, y la debilidad es el milagro. Ahora de entiende muy bien el bautismo del Señor. Desde entonces quiso entrar hasta el fondo del alma humana, a sus áreas de sol y sombra. Ayer me contó una mujer que su hijo acababa de fallecer, y que no podía quitarse ese puñal del pecho. Ese puñal lo llevó el Señor también en Getsemaní, pasó por el derrumbamiento interior, por el pavor, y el no saber sostenerse. Estoy leyendo la biografía de una argentina que sufrió las torturas de la dictadura militar. También esa carne humana del Señor padeció. Todo. Su interior, su exterior, sus neuronas, sus dedos de los pies, su rostro.

A mí la escena que más me asusta de lo que inauguramos estos días, es que después de aquel Via Crucis que de verdad ocurrió en la historia, la gente se largó a su casa. Es decir, vieron el espectáculo y regresaron a lo suyo, como el que va al cine de verano con su silla de tijera y vuelve a casa a contar la película, y aún con las imágenes revoloteando en su cabeza. Mirarlo todo como un consumidor, además de ser indigno del ser humano, es el punto de vista equivocado para comenzar esta semana.

Nuestro cicerone de compañía es nuestra Madre, ella se quedó hasta el final, hasta oír como goteaba la sangre de su Hijo en la tierra de Palestina. Aquel lugar por el que Cristo había derramado lágrimas de dolor. Como estamos en el arranque, hay que tomar una posición, una perspectiva. O nos dedicamos a mirar, o nos ponemos a ver, a contemplar, es decir, a dejar que prenda en mí la vida de Cristo, para que yo viva de una vez una vida de cara a los demás. Así que déjate de maletas y siéntate en un rincón, abre el Evangelio y… bienvenido a tu semana.