Es sabido que cuando se funda una familia, nace un nuevo idioma. Hay cosas en mi familia que si digo a los de fuera, fruncirían el entrecejo y necesitarían el Google translator. Mi madrina se inventaba palabras que luego usábamos como si fueran palabras de uso ordinario, pero no funcionaban más allá de nuestra casa. Los enamorados crean también un acuario de palabras que nadan a gusto en líquido calmo del amor, suena un poco cursi pero es verdad. Cuando de vez en cuando aparece publicada la correspondencia de un escritor con su enamorada, el lector apenas entrevé lo que allí se dice, porque el destinatario comparte un nuevo idioma que se ha parido en el momento de nacer, que es como los enamorados llaman al iniciar su vida juntos.

La manera de dirigirnos los unos a los otros habla de nuestro grado de confianza o incluso de nuestro ánimo. Todos aquellos que tienen nombres compuestos saben que cuando eran pequeños, y su padre se enfadaba, usaba los dos nombres para reclamar su atención, ¡José Francisco! ¡María Antonia!, nada de Antoñita, porque habías hecho una cosa gorda y papá no estaba de humor. El Señor, cuando van acercándose los momentos más terribles de su biografía en la Tierra, va haciendo más suyos a los suyos, y los va llamando de manera menos solemne. Les quita el nombre de pila, les quiere cerca, les hace más piña y les llama hijitos, como en el Evangelio de hoy. Hijitos, así los llama, y en un contexto de dolor, hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Él, que era el Hijo de Dios y sabía que al tercer día resucitaría de entre los muertos, se va muriendo de tristeza antes de morir, porque no volverá a verlos en este mundo. Cristo comparte también con los seres humanos el dolor de la separación, quizá el más amargo por el que todos pasamos. Cuando alguien se nos muere, nos pesa la separación a pesar de la fe. ¡Desde Getsemaní, qué cristiano se ha convertido entonces sufrir la separación de los que amamos!

También el Señor sufrió el abandono del Padre cuando pendía de la cruz. En ese instante, el lenguaje vuelve a cambiar, se vuelve más áspero. Ya no le llama Padre, Abba, le dice Dios, como nunca lo había hecho en el Evangelio. Dios, como lo llama todo el mundo, incluso los que no creen en Él. Hasta ese punto su carne se hace sorda a la proximidad. Ya no hay caricia, ni trato, ni sentimiento, ni agudeza de oído. Cuánto de Auschwitz hay en estas palabras de la cruz, cuánto de las calamidades de nuestro tiempo en las que parece que Dios ha virado de dirección, ha retrocedido o no hace caso al grito de los hombres.

Hijitos es un término que sólo un padre amorosísimo puede usar. Huele a noche y velas encendidas, cuando se dicen cosas verdaderas y el corazón se va a partir. El Señor no tenía doblez, ponía en palabras lo que llevaba muy dentro. Y dentro había mucho cariño por el hombre, y nosotros no somos capaces de sentirnos hijitos porque no nos atrevemos a participar de esa familia de los íntimos de Dios. Algún día caeremos en la cuenta de los torpes que fuimos por no sentir que Alguien se dirigía a mí y me llamaba hijito.