Los discípulos de Emaús vuelven convertidos en apóstoles, “contando todo lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan”. Contar su experiencia preparará al resto para sobreponerse a algo inaudito: el mismo Jesús que murió en la Cruz ahora vive. Para superar el terror y “el miedo, creían ver un fantasma” les ofrece pruebas de que es el Señor, no es un “fantasma”. Es el mismo que fue traspasado por los clavos. “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona”. Les invita a tocarle para que se convenzan ¡Tocar la carne glorificada de Cristo! Qué gran anticipo del cielo.

Además, les ayuda, como a nosotros tantas veces, haciéndonos caer en la cuenta, que todo lo que le sucedió – y lo que nos sucede a nosotros – está dentro de los planes de Dios: “Era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley y en los Profetas y Salmos acerca de mí”. Les abre el entendimiento para que comprendan, para que su fe sea más operativa. Señor, ayuda nuestra falta de fe. Mira, Señor, que tenemos que ser tus testigos. Pon en cada uno la certeza que pusiste en tus Apóstoles.

Cristo vive. Se le puede ver y escuchar. Ningún hecho histórico cuenta con tantos testimonios: se apareció a la vez a más de 500 hermanos, la mayoría de los cuales viven aún (cf. 1 Co 15, 6). También llama a las puertas de nuestro corazón y, si se lo abrimos, nos hace lentamente capaces de ver (cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II, 321). Él irá poniendo una certeza cada vez más firme en nuestro corazón, en nuestro entendimiento. Cuando se vive cerca de Jesús, se frecuenta su compañía y su trato en la oración, la Eucaristía, la meditación de la Palabra de Dios… vamos siendo capacitados para reconocer su presencia en cualquier lugar y circunstancia de nuestra vida. La mirada se “agudiza” para reconocer las intervenciones de Dios en nuestra vida. Y sin que sepamos muy bien cómo, la convicción interior de que está con nosotros y actuante se nos hace “evidente”, más segura. Y ello nos capacita para vivir con mayor confianza, a asumir los desafíos que surjan en nuestra vida llenos de optimismo y esperanza. El Papa Francisco nos invita a “soñar cosas grandes, buscar horizontes amplios, atreverse a más, querer comerse el mundo, ser capaz de aceptar propuestas desafiantes” (Francisco, Exhortación Apostólica, “Christus vivit”, n. 15).

Quienes hemos conocido al Señor siglos después no le hemos visto físicamente, pero sabemos que está con nosotros y, como dijo a sus Apóstoles en la última cena antes de su pasión y muerte, nuestra tristeza se convertirá en gozo (Jn 16, 20). Estad alegres, os lo repito, estad alegres en el Señor (2 Co 13,11), pase lo que pase. “La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza” (Benedicto XVI, “Spe salvi”, 49).

Madre, causa de nuestra alegría, llena nuestro corazón de esperanza, de fe en la resurrección de tu Hijo y de la caridad que el Espíritu Santo derrama en nuestro corazón.