“Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena… fue a anunciárselo a sus compañeros… ellos no la creyeron”. Tras el regreso de los dos de Emaús, “ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no les creyeron”. Por último, se aparece a los Once “y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado”. Ante semejante panorama lo razonable hubiera sido decirles que ya no contará con ellos y les encargará a otros, mejores que ellos, anunciar la gran alegría del Reino. A pesar de ello, no “retira” la vocación y elección y les envía “al mundo entero y proclamar el evangelio”.

Tampoco nosotros somos “los más listos de la clase”, ni somos ejemplares ni los más capaces, sin embargo, no deja de enviarnos a “predicar el Evangelio”. “La Iglesia ha nacido con el fin de que… todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas maneras; porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado (cf. Concilio Vaticano II, Decreto “Apostolicam actuositatem”, 2). Llamados a realizar esa labor de apostolado por el mismo Cristo. No vamos por nuestra cuenta ni a hablar de nosotros o de nuestras ideas, sino de Cristo. Esta es nuestra seguridad y nuestra fuerza para anunciarle por todo el mundo, en toda circunstancia.

San Juan Pablo II nos confesaba en Buenos Aires el problema que más le preocupaba: “Me habéis preguntado cual es el problema de la humanidad que más me preocupa. Precisamente éste; pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no han descubierto la gran verdad del amor de Dios. Ver una humanidad que se aleja del Señor, que quiere crecer al margen de Dios y hasta niega su existencia. Una humanidad sin Padre, y, por consiguiente, sin amor, huérfana y desorientada, capaz de seguir matando a los hombres que ya no considera como hermanos, preparando así su propia destrucción y aniquilamiento. Por eso, quiero de nuevo comprometeros hoy a ser apóstoles de una nueva evangelización para construir la civilización del amor”. (Juan Pablo II Buenos Aires, 11 – VI – 1987). “La caridad de Cristo nos urge” (2 Cor 5, 14) a ello.

Cada uno de nosotros, como nos insistía San Juan Pablo II, “tiene la capacidad de dirigirse a los que están a su alrededor con conocimiento de sus modos de ser y entender, llevándoles la Palabra de Dios de forma adecuada a las distintas situaciones de la vida concreta, colaborando de modo insustituible en realizar la única misión de la Iglesia. Con lengua maternal, la madre enseña a sus hijos las primeras oraciones de la infancia. Con el lenguaje de la amistad el amigo explica al amigo la necesidad de fomentar su vida cristiana. Con la lengua del compañerismo, los que trabajan juntos se animan mutuamente a santificar su tarea. El apostolado individual, que realiza cada uno haciendo fructificar los propios carismas, se convierte así en el principio y la condición de todo apostolado seglar” (Juan Pablo II Santa Cruz, Bolivia, 13 – V – 1988).

María, Reina de los Apóstoles, nos infunda el fuego que arde en el corazón de su Hijo para que lo comuniquemos a todos los hombres.