Desde que damos nuestros primeros pasos en la catequesis, uno asume que los efectos del sacramento de la penitencia es que el mismo Jesús te borra todos los pecados. En eso no vamos a encontrar mucha discrepancia. Pero el segundo gran efecto sanador que recibimos es la paz. «Dios Padre misericordioso, que reconcilió al mundo consigo por la muerte y la resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz», escuchamos en la primera parte de la fórmula de la absolución. Lo que el sacerdote invoca es lo que Jesús nos ha comunicado en el evangelio de hoy: la paz.

«Os doy la paz, pero no como la da el mundo». En la cultura del bienestar actual cada vez son mayores las ofertas para descansar y buscar la paz. Prácticamente todas ellas se reducen a experiencias o a consumir. Sin negar nada de lo bueno que pueda darte un viaje o en comprar algo, es imposible que nada pueda llenar el deseo de paz que late en cada corazón. Y Jesús lo sabe. Por eso nos ha regalado un sacramento que nos reconcilia con Dios y nos da paz en los momentos que más necesitamos. Porque solo Él sabe darnos la paz a la manera que necesitamos: desde dentro y que recorra cada milímetro de cada existencia.

Es llamativo que la paz es lo que el Resucitado ofrece a sus discípulos siempre que se les aparece. Y es algo que sigue ofreciendo a cada bautizado que quiera acercarse a tomar tan preciado regalo. Porque no es que uno experimente la paz a consecuencia de confesar sus culpas en el sacramento, sino que recibimos la Paz de Cristo al reconocernos necesitados de su Presencia y al devolverle el lugar que le corresponde al Creador. Nunca había sido tan fácil recolocar nuestro corazón: basta con abrirse al Resucitado y escuchar como, por medio de los ministros de su Iglesia, nos sigue diciendo: «Recibe la paz».