La pregunta que hoy nos hace Jesús está cargada de amor. Pedro a lo largo de su vida recibió varias llamadas. La primera fue junto al lago de Genesaret, Jesús se subió a su barca, le pidió que bogara mar adentro y desde su barca Jesús enseñó a la multitud. Hizo también desde su barca la pesca milagrosa que casi hace romper las redes de la cantidad de pesca recogida, cuando aquella noche no había logrado pescar nada. Jesús siempre se manifiesta frente a Pedro con una sobreabundancia de amor que a Pedro le asombra. De rodillas le pide a Jesús, que se aparte de él, que se siente tremendamente pecador. Tras dejar las redes y a su padre, Pedro se dispuso a seguir a Jesús.

Fue testigo de milagros, de curaciones, de multiplicaciones de panes y peces. Pedro estuvo en el Tabor y en Getsemaní. Fue elegido para ser la roca desde la que edificar la Iglesia naciente. Jesús le había amado hasta en sus salidas de tono, cuando le aconsejó que no subiera a Jerusalén para no vivir la pasión y la muerte. O cuando en el huerto de los olivos sacó una espada y cortó la oreja a un soldado romano. Jesús amaba mucho a Pedro, por eso las negaciones de este se convirtieron en una gran decepción. ¿Cómo por la acusación de una sirvienta es capaz de borrar toda la historia de amor compartido y fraguado a lo largo de lo últimos tres años? La única respuesta es el miedo. Ante la posibilidad de ser acusado, Pedro prefirió salvar su vida que entregarla. En este contexto es donde se comprende mejor las preguntas de Jesús en el evangelio de hoy. Si me amas, te vuelvo a confiar la misión esencial de la Iglesia. 

La Iglesia vive para desarrollar su misión, convertirse en pastora que apacienta, que guía, que cuida, que protege y alimenta a sus ovejas. La mirada de Jesús sobre Pedro no cambia. Le sigue siendo válido para vivir la misión. Pedro tiene que perdonarse a sí mismo, porque Jesús ya le ha perdonado. Cuando nos perdemos es por ignorancia, por desconocimiento, por caer en ofertas que se nos muestran como un sueño y no dejan de ser pesadillas. Decía santa Teresa de Jesús: “Hay veces que pecamos por debilidad y en otras ocasiones por necesidad”. El único camino para llegar a la humildad es el convencimiento al que me lleva la humillación. Convencernos radicalmente de la necesidad que tenemos de Dios y de la ayuda de los hermanos es un camino lento. Pasar de la autosuficiencia a la confianza es la tarea a la que nos ayuda recibir y dar perdón. No nos perdonamos a nosotros mismos por orgullo. No nos creemos capaces de meter la pata de semejante manera. Por eso es sano no juzgar a nadie porque somos capaces de lo mejor y lo peor.