«Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo». Así de contundente se expresa el libro de la sabiduría respecto del origen de nuestro peor enemigo. Pero, atención: aunque se refiere directamente a la muerte biológica, es decir, a la separación del alma y cuerpo, no podemos quedarnos sólo en ese aspecto externo. Unido a los dos milagros que hace Cristo en el evangelio, vamos a meditar sobre ello.

La pregunta sobre la muerte no deja indiferente a nadie. Vivimos con la evidencia de que vamos a morir. Y eso hace surgir en cada conciencia cientos de preguntas, miedos, inseguridades. De cara a esta vida, no son pocos los sinsabores que encontramos cuando enfrentamos la muerte prematura de niños y jóvenes, enfermedades o muertes repentinas, desastres naturales. Hay quien lo soluciona mirando para otro lado, quizá porque tiene traumas, pero es la táctica del avestruz. Miedo e inseguridad entran cuando firmas una hipoteca a 50 años. Vivir es convivir con su reverso, la muerte. Eso no es una mala noticia, siempre y cuando aprendamos las grandes lecciones que podemos aprender. ¡Siempre las hay!: la muerte nos hace madurar en las cosas importantes y eternas de la vida. Y no afrontar esa necesaria cuestión puede hacernos muy superficiales.

Peor que la muerte del cuerpo es la muerte del alma, como nos dice Cristo en otra parte del evangelio. Morir es preguntarse por lo que hay más allá, por quién me va a cuidar, por el juicio definitivo del bien y del mal en mi vida, por la victoria de la luz frente a las tinieblas. «Dios hizo al hombre incorruptible», dice el libro de la Sabiduría: es decir, que la corrupción de este mundo no acaba con nuestra existencia. Nos preguntamos sobre lo que hay más allá de la muerte porque somos seres espirituales, que vamos mucho más allá de la caducidad de este mundo: Dios nos hizo «a imagen de su propio ser», que es inmortal, eterno.

Esa llamada a la eternidad no se borra con el pecado. Y, precisamente, esa es la razón por la que Dios no puede ser nunca el causante de la muerte. Si Él nos da la muerte, sería reconocer que es también el origen del mal. Y, por lo tanto, no sería capaz de crear vida. O es vida o es muerte, pero no puede ser las dos a la vez, en el caso de Dios. La luz no puede ser oscuridad, y viceversa. En filosofía eso se llama el «principio de no contradicción». La revelación del libro de la Sabiduría nos da la clave: la muerte es fruto de la envidia del diablo. Persigue llenar de oscuridad lo que el Señor ha creado para ser luz.

Dolor, pecado y muerte son los tres enemigos declarados de la vida, como afirma la Sagrada Escritura en otro lugar. Cristo es la respuesta de Dios Padre a la humanidad para sanar esas heridas tan profundas. Pero no ha querido que la redención sea al estilo de la magia de Harry Potter. Dios ha elegido salvarnos no «a pesar» de los males, sino «a través» de ellos. Por esa razón, en la Sagrada Escritura, la historia de la salvación está llena de dolor, de pecado y de muerte. No se disimulan, no se eliminan, no se silencian: forman parte del hombre y así lo redime Dios. Y por esta razón, Él mismo se encarnó y entregó su vida a la muerte por nosotros. De igual modo que en Cristo, cada creyente puede recibir la redención a través de la participación en su obra redentora, uniéndonos a su Cruz y muerte para pasar a la gloria y la luz eternas.

En el evangelio de hoy, Cristo salva de dos de esos males: resucita a una niña y cura a una enferma, es decir, salva del dolor y la muerte. En otros muchos lugares del evangelio, encontramos a Cristo perdonando los pecados. Dolor, pecado y muerte: tres realidades necesarias para que seamos conscientes de nuestra necesidad de redención.

No es camino fácil: vamos a recorrer siempre nuestra vida con esos tres elementos presentes (dolor, pecado y muerte). Y el Señor nos redimirá a través de ellos (no «a pesar» de ellos), purificando nuestras vidas, enrreciándolas, iluminándolas, haciéndonos más maduros en las cosas del Espíritu. Los tres pueden ser medios de santificación si lo unimos a la pasión y gloria del Señor.

¡Sea siempre la voluntad de Dios sobre nuestras vidas y sobre la historia del mundo!