Todas las parábolas que utiliza Jesús para explicarnos cómo es la vida nueva que nos trae tienen un elemento común: el proceso y el dinamismo creciente. Ante el Reino de Dios no se espera de nosotros una respuesta pasiva, de brazos cruzados, como el que espera al repartidor de Amazon, ilusionado por su llegada, pero inoperante y quieto. El Reino acontece cuando hay colaboración, cuando nos encuentra en la actitud responsable y atenta para colaborar con su llegada. La imagen de la red habla de amplitud, de extensión, de confianza. El oficio de pescador es una suma de experiencia y de pericia. De información sobre las zonas donde se mueven los bancos de peces y la fortuna de que piquen, de que se enreden.

Nuestra vida es esa amplia red de experiencias. Acumulamos a lo largo de la historia vivencias de todo tipo. Experimentamos momentos maravillosos de sentirnos rodeados de amor, de sentido, de utilidad, de protagonismo. Pero también acumulamos decepciones, fracasos, soledades, traiciones, olvidos. La forma de entrar en el Reino es tener la capacidad de reconciliar todas las piezas, todos los tipos de peces, los buenos y los malos y ser capaces de reconocer la “Carta Viva”, como dirá san Pablo, que Dios ha escrito en cada uno de nuestros corazones. Cada una de nuestras vidas es una nueva página del Evangelio que lleva nuestro nombre. El Reino de Dios es descubrirnos capaces de relatar las grandes obras que Dios sigue haciendo en la pequeñez de nuestras biografías.

Necesitamos tiempos de llegar a la orilla, como hicieron los primeros discípulos. Es en la orilla cuando podemos escuchar a Jesús llamándonos por nuestro nombre. Como a Pedro y Andrés, como a Santiago y a Juan, y al llamarnos descubrir como nos invita a seguirle y a descubrir la gran cantidad de peces, el fruto abundante que nuestras vidas ya están dando para construir el Reino de Dios en medio de los diferentes ambientes donde estamos.