Hoy el Señor habla en el Evangelio de las cosas de fuera y de las cosas de dentro. Parece un esquema lineal, sin embargo es profundísimo. ¿Has visto alguna vez un edificio con una fachada maravillosa, que te ha hecho detenerte, y cuando has intentado entrar te das cuenta de que aquello era sólo fachada, apariencia? Es la esencia de un decorado, fingir que te encuentras en el corazón del Egipto de los faraones cuando allí sólo hay goma espuma. Cuando aceptas el juego, el trampantojo visual se convierte en una felicidad, entonces nace el cine, un teatro de irrealidad que nos recuerda ciudades antiguas, modos antiguos, estilos… Todo es un sueño imposible que el espectador acepta para su disfrute. Lo malo es cuando en lo cotidiano existe esa duplicidad entre el cartón de fuera y el hedor de dentro.
Hoy no hace falta ponernos muy celosos de la pureza para reconocer que nunca somos perfectamente sinceros ni abiertos en nuestros modos de actuar. Por poner ejemplos, no hay más que leer nuestros mensajes en los grupos de whatsapp. Parece que en los grupos tenemos que amplificar nuestras frases, no somos tan naturales como cuando hablamos cara a cara con alguien a quien queremos. Los mensajes de grupo van siempre con pizcas añadidas de vanidad. Y a eso se le llama impostura, que es un término más adecuado que el vulgar “postureo”, ¿no? Pero el Señor habla del más adentro todavía, del mundo interior, de nuestro misterio íntimo. Si toda esa realidad interior está contaminada por la avidez y la intemperancia, definitivamente nos hemos roto. He visto a mucha gente que me ha dicho que se encontraban en el mejor momento de su vida, pero sus caras eran tan cadavéricas que daban miedo. No había una correspondencia entre una inquietud estructural y lo que me contaban. He visto a gente destrozada fingir una vida plena. He visto duelos cojos, risas que no vienen del alma, gente que hace el bien para ocultar su desnudez interior, actos caritativos que proceden solamente de una necesidad de ser reconocido o considerado.
¡Cuánto nos hace falta el Señor en la vida de cada día! Porque si vamos solos, sin la mano de Dios a nuestro lado, nos protegemos con la impostura, y nos da entonces por fingir, para que nadie localice nuestra debilidad. En el fondo, la impostura es una falta de libertad, es una dependencia de mis estructuras defensivas frente a la amenaza exterior. Y es una pena, porque eso ocurre cuando no rezamos con asiduidad. Me dice un amigo que cada vez que se pone a rezar, le dice al Señor, “aquí estoy, aquí estás, aquí estamos”, y se para, y entonces se queda muy quieto. Me encanta. Porque eso se llama exponerse en sinceridad. Si yo le digo al Señor “aquí estoy”, es porque quiero ir con la verdad por delante.
Lo mismo tendríamos que hacer delante de los demás, atrevernos a disponernos como en esa oración de mi amigo “aquí estoy verdaderamente, sin hipocresías ni imposturas, delante de ti, que me importas”.