Un dato curioso del libro de los salmos es que, a veces, las “notas marginales” con las que se indicaban los instrumentos adecuados para incoar el salmo, o quién entona cada parte, acabaron, con el correr de los siglos, formando parte del mismo texto. No soy experto biblista para detectarlo, pero cuando rezo los salmos como el de hoy (Salmo 149), no puedo evitar pensar en ese detalle: “ya se les ha colado la nota marginal”. Lo cual me da excusa para hablar hoy de la música en la liturgia.

—Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles; que se alegre Israel por su Creador, los hijos de Sion por su Rey.
—Alabad su nombre con danzas, cantadle con tambores y cítaras, porque el Señor ama a su pueblo y adorna con la victoria a los humildes.
—Que los fieles festejen su gloria y canten jubilosos en filas, con vítores a Dios en la boca. Es un honor para todos sus fieles.

El genio único de Tolkien dio vida y poder a los Valar acudiendo precisamente a la armonía musical: una unidad en la diferencia que se expande en modo de creación del resto de seres de aquel mundo imaginario de elfos, enanos y hombres en el que tantos nos hemos zambullido. El literato inglés claramente tenía en la retina como bastidor para su relato aquél otro libro, el más importante en la historia de la humanidad: la biblia, que comienza con el relato imponente de la creación del mundo y del hombre.

La divina mano creadora da forma y vida a esta creación a la vez tan sencilla y tan compleja. Sencilla, porque es una, a imagen de la naturaleza divina; compleja, porque la componen muchos elementos, como la multiplicidad de personas (trinidad) en Dios. Y la armonía entre la sencillez y la multiplicidad es a lo que llamamos “belleza”.

Eso pasa con las notas: una única nota no transmite nada. La partitura tiene que tener más, unas más altas y otras más bajas; unas más cortas y otras más largas. Así es la música de la naturaleza, una sinfonía bella de la que sería injusto no disfrutar: el viento, los pájaros, los grillos, las olas del mar… Todo tiene algo de caos, pero la armonía le da la belleza. No son pocos los genios que han imitado los sonidos de la naturaleza para auténticas obras maestras.

El hombre, creado a imagen de Dios, eleva su capacidad armónica hasta llegar a componer verdaderas antesalas del cielo. Los ejemplos se antojan infinitos; basta con citar la Misa de Coronación de Mozart. No olvidemos que en el Cielo hay música porque Dios es muy cantarín, y los ángeles cantan a coro en la eterna fiesta de la gloria divina. ¡Nosotros no íbamos a ser menos que los ángeles!

Por esta razón, la liturgia sagrada, en la que nos unimos a los coros de los ángeles y los santos (como reza el sacerdote antes del Sanctus) alcanza su expresión más apropiada cuando se la saca de la simple prosa —nada desdeñable si es buena y bien incoada— y se transforma en auténtica poesía audible, emocionante, que hace entrar más todavía en el misterio que se celebra. También los silencios previstos en la liturgia son toda una polifonía muda de recogimiento interior y acción de gracias.

La disonancia de Melkor es imagen tomada de la disonancia del pecado original en el Génesis: su objetivo es romper la armonía primigenia salida de la mano creadora. No busca la belleza, sino destrozarla: no propone nada, no construye nada, sólo quiere destruir. Nace así la fealdad, la oscuridad. Y hasta hoy, esa lucha entre la armonía del bien y la disonancia del mal componen los pasos de la historia.

Cantemos al Señor con una vida llena de gracia, y de lucha constante por mantenernos en la armonía y la luz.