Cada eucaristía es memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Estos tres elementos son como la Santísima Trinidad: no se pueden separar, tampoco dividir, ni confundir, ni intercambiar. Y, lo más importante, no se puede omitir ninguno. A misa vienes a participar de esas tres cosas, que son el culmen, el sentido, la originalidad y la síntesis de la vida de Cristo, y Él es la síntesis de la historia de la salvación y de la historia de la humanidad. Una auténtica pasada, vaya.
Ver la misa como una fiesta muy alegre, o una reunión de vecinos, o un acto de agradecimiento a Dios todomisericordioso, no ha hecho más que vaciar iglesias. Todo eso lo encontramos fuera de la Iglesia. ¿Es posible hablar de la misericordia divina, se su dulzura y de su amor incondicional quitando su pasión y muerte? Quizá muchos se empeñan en ello, pero entonces te has cargado a Cristo, cuya pasión y muerte queda más que profetizada, como en la primera lectura de hoy.
—Porque Él padeció muchísimo para darnos ejemplo e iluminar nuestros padecimientos para llenarlos de sentido, uniéndolos a su sacrificio de amor.
—Él murió en la cruz para asumir la muerte de nuestras vidas: la muerte física (la tumba), pero sobre todo la muerte moral del pecado, causa de la primera.
—Por último, Cristo resucitó lleno de gloria, otorgando a la pasión y muerte —atención: no sólo la suya, sino también la nuestra, la de cada uno— la condición de puerta para la vida perfecta y gloriosa. La gloria es morir a uno mismo para ser resucitado por Cristo. ¡Maravilloso intercambio!
La fe que profesamos en la gloria de Cristo no omite ni el sacrificio ni la cruz, que son claves para entender al Señor y también nuestra propia vida, que ha de identificarse con Él. Uno de los dramas actuales que afecta desgraciadamente a millones de cristianos es la separación entre la fe y la vida. Siempre me ha parecido que la cave de esa catástrofe tiene su raíz en la venta adulterada de la vida cristiana, recortada y edulcorada con un amor y una paz y una fraternidad y unos valores —quizá todo ello lleno de muchas razones buenas— pero que no hunden sus raíces en el amor de Cristo en la cruz. Y precisamente por eso quedan estériles: no vienen de Dios y, por lo tanto, no pueden dar los frutos que Él espera.
Que sea el primer papa en meter la pata de huir del dolor creo que es toda una síntesis de cómo nos incomoda la pasión y muerte…
Por último, esta separación entre fe y vida se manifiesta en la separación entre la fe y las obras. Se ha roto la unidad de vida propia de la vida cristiana, donde lo que creo, lo que conozco, lo que hago, lo que siento, están todos integrados en el sentido último de mi existencia: vivir por Cristo, con Él y en Él, ofreciendo en el memorial de su pasión, muerte y resurrección nuestra vida junto a Él, a Dios Padre todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo. ¡Qué maravilla!