La «flexibilidad» de Jesús en el Evangelio contrasta con la «rigidez» y claridad de Pablo a los Efesios. El segundo escribe «…estas cosas [fornicación, impureza, afán de dinero, idolatría] son las que atraen el castigo de Dios entre los rebeldes». El primero dice de la mujer liberada que «era necesario curarla en sábado», rompiendo así una estricta norma religiosa. A veces queremos ver ese mismo contraste entre Jesús y la Iglesia. Jesús es amor y misericordia con los pecadores y la Iglesia es dura e implacable con las normas.
La dicotomía es falsa. Ni a Jesús le da igual la Ley de Dios ni a la Iglesia le falta misericordia con los pecadores. La realidad es que Jesús es el más firme defensor de la Ley, …ni una sola coma dejará de cumplirse (cfr. Mt 5,18) y la Iglesia es el único lugar del mundo a donde puede ir el pecador más imperdonable y encontrar la misericordia y el perdón, sin que nunca se le cierren las puertas. Todo ello se resuelve en la Cruz. Allí el Señor pagó hasta la última coma de la Ley transgredida y el pecador halló la fuente inagotable de misericordia en la que lavar sus pecados. Cristo murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. La Ley quedó satisfecha y nosotros justificados. Pero no por nuestras obras sino por la fe en Cristo Jesús (cfr. Gal 2,26)
Lo que no encontraremos nunca, ni en Jesús ni en la Iglesia, es indiferencia ante el pecado, por que supone el mayor mal para el hombre: la muerte. Sería una flagrante falta de misericordia.