Hoy celebramos en la diócesis de Madrid la fiesta de la dedicación de la basílica de Letrán. Celebrar la dedicación de una iglesia concede al pueblo cristiano la ocasión propicia para que tome conciencia de su carácter sacerdotal. Jesucristo, el Hijo de Dios que se ha hecho carne, ha inaugurado un culto nuevo. Lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado. Los sacrificios que se ofrecían en el templo de Jerusalén por manos de los sacerdotes y levitas eran un anuncio y una figura del culto, verdadero y definitivo, en el cual Jesucristo es a la vez, sacerdote y víctima.
Los creyentes no pudieron construir iglesias hasta que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio romano después del «edicto de Milán». Al principio, la eucaristía se celebraba en las casas, verdaderas iglesias domésticas, y se llamaba “fracción del pan”. Los obispos, sacerdotes y diáconos ofrecían el sacrificio de Jesús como un sacrificio sin mancha, desde donde salía el sol hasta su ocaso. La persecución y martirio eran por tanto la expresión más real de la participación en el misterio Pascual de Jesús, de su muerte y resurrección. Cuando, por fin se empezaron a dedicar las iglesias y basílicas, el pueblo de Dios encontró en esos edificios de piedra la imagen visible de edificio espiritual, que es la propia Iglesia católica. San Pablo dice en la primera lectura extraída de la carta de los Corintios que el cimiento es Jesucristo y que todos somos templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en nosotros. Efectivamente, tal y como profetizo Ezequiel, el agua que brota del costado derecho del templo es una profecía del agua que ha brotado del costado de Cristo en la cruz, porque Jesús es el templo verdadero y la definitiva la morada de Dios con el hombre.
Así se entiende el episodio que nos transmite el evangelio de San Juan que es algo más que una purificación del templo o una expulsión de los mercaderes instalados como estaban en el atrio de los gentiles. La escena del evangelio es un signo profético que Jesús realiza para revelarse Él mismo como el verdadero templo, ese que iba a ser destruido y se volvería a levantar al tercer día, en una clara alusión a su pasión, muerte y resurrección.
La advertencia: “no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre “, tiene un doble significado. Por un lado, es la llamada a purificar la acción de la Iglesia de todo espíritu mundano para que por el contrario sea el Espíritu de Dios, el que constantemente la mueva y la santifique. Por otro lado, Jesús recuperando el espacio de tos gentiles, está mostrando la necesidad de que en este nuevo templo que es la Iglesia, todos los pueblos puedan venir a congregarse e incorporarse a Cristo. No solo los judíos sino también los gentiles, todos los hombres de cualquier clase, lengua, pueblo o nación, están llamados a tomar parte en la construcción de este templo, que es la Iglesia.