El 9 de noviembre del año 1085, según la tradición avalada por la historia, se rasgó el frente de la muralla que protegía y rodeaba a Madrid y apareció la imagen de la Virgen. Los cristianos la habían ocultado allí y en ese día quiso milagrosamente manifestar su presencia en medio de sus hijos. Hoy, casi mil años después, la imagen de la Virgen que se venera y da nombre a la catedral de Madrid, Santa María, la Real de la Almudena, sigue siendo el lugar hacia donde se vuelven los ojos de los madrileños para rogar incansablemente a María que vuelva hacia ellos sus ojos misericordiosos.
Resulta muy emocionante acompañar esta imagen cuando procesiona por las calles de la capital y poder ver la emoción en el rostro y la fe en los gestos de tantos fieles que buscan en ella su refugio. El evangelio de la fiesta no recuerda el momento en el que Jesús desde la cruz entrega y regala a su madre al discípulo amado. Ahí estamos representados todos.
El prefacio de la misa de la fiesta dice así:
Ella es la reina clemente, que, habiendo experimentado tu misericordia de un modo único y privilegiado, acoge a todos los que en ella se refugian y los escucha cuando la invocan.
Ella es la madre de la misericordia atenta siempre a los ruegos de sus hijos para impetrar indulgencia y obtenerles el perdón de los pecados,
Ella es la dispensadora del amor divino, la que ruega incesantemente a tu hijo por nosotros, para que su gracia enriquezca nuestra pobreza y su poder fortalezca nuestra debilidad.
En María vemos cómo se cumple la profecía de Zacarías, Dios habita en medio de nosotros, gracias a María que nos lo ha traído en la carne.
En Maria contemplamos también el futuro definitivo cuando ya no haya muerte ni luto, ni llanto ni dolor porque el primer mundo haya pasado.
En María encontramos a la madre y maestra, que debe llevar a término a lo largo de los siglos con la acción del Espíritu Santo, la obra de su Hijo. Por eso, experimentar esta fortaleza, este refugio, esta morada de Dios en medio de nosotros, nos llena de alegría.
Como Juan al final del evangelio nosotros también queremos llevarnos cono nosotros a María, que ella sea nuestro bien más preciado, y que nos lleve una y otra vez, al corazón de su hijo, Jesús, nuestro salvador.