Para evitar detenciones, el autor del Apocalipsis acude a imágenes y términos cuyo significado comprendían los destinatarios directos —las comunidades cristianas donde se leía el libro, muy necesitadas de ánimos ante la persecución—, pero no cualquier extraño que pudiera retener el libro. Así, la gran Babilonia se refiere a la Roma, que en aquellos momentos perseguía con látigo a los cristianos y era una cultura bastante hedonista, alejada de la propuesta virtuosa del servicio a Dios. De ahí su vinculación con los pecados de la carne.
Leído el simbolismo en clave universal (a veinte siglos de su escritura), esa Babilonia sigue presente en nuestro mundo, que huye de proponer la belleza de la castidad tanto como el vago de poner la mesa.
El texto de la primera lectura está increíblemente acortado: omite la descripción de una vida a todo tren, despreocupados de los bienes eternos y definitivos; una instalación en el carpe diem del consumismo superfluo que llena el cuerpo y vacía el alma.
Termina la lectura con otro himno, que seguramente cantaban los primeros cristianos en la lectura del libro y en la divina liturgia: «¡Aleluya! La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos. Él ha condenado a la gran prostituta que corrompía la tierra con sus fornicaciones, y ha vengado en ella la sangre de sus siervos».
¡Sí: la sangre de los cristianos será vengada!