Allá por el siglo VIII a.C. transcurre el relato del libro de Isaías. Los reyes de Siria e Israel pretenden derrocar al rey de Judá, y poner en su lugar a un rey proclive a la guerra contra Asiria, como ellos pretendían. Ya se ve que la Tierra Santa no ha conocido mucho la paz a lo largo de su historia, incluso de puertas adentro, entre ellos mismos. Vaya drama.
El Señor, a través de Isaías, sale en defensa de Ajaz, el rey cuyo cuello está en juego, y le garantiza proféticamente que le librará de sus enemigos. Los oráculos proféticos suelen ir acompañados de un signo. A veces, algo muy simbólico, como partir una rama; a veces, un portento en forma de fuego (u otras acciones fuera de lo común) que testifican la veracidad de la profecía y el cumplimiento de la promesa divina. El signo es algo así como un contrato firmado, un sello notarial que da oficialidad a las palabras.
Lo peculiar de esta profecía es que el rey Ajaz, temeroso por los perros que amenazan su corona, no pide un signo; es el mismo Señor quien se adelante con un signo verdaderamente peculiar: una virgen que da a luz un hijo. Quizá este signo sea menos espectacular que una llamarada de fuego o el desplome de una montaña pero, como ocurre siempre en la historia de la salvación, es con frecuencia en lugares muy pequeños donde se revela una acción divina que pasa desapercibida a quien no anda ducho en las cosas de Dios.
¡Que se lo digan a María! Ahora la miramos con quien es, la Madre de Dios, la Reina de la creación. Pero cuando esa profecía de Isaías se cumplió, fue un acontecimiento completamente oculto todo el mundo. Como María tenía los ojos más capacitados de la historia de la humanidad para ver lo grande de las acciones divinas en acontecimientos sin parafernalia, fue consciente desde el primer momento de que en ella se gestaba la mayor historia jamás contada.
No sólo es la virginidad de María: del amor virginal que también vive por llamada divina el bueno de José, Dios forma una familia con un hijo biológico sin intervención del varón. De este modo, la unión en el amor de la Sagrada Familia —Jesús, María y José—, manifiesta un nuevo designio de fecundidad para todas las familias y para toda la humanidad. Es la fecundidad propia de la vida de la gracia, donde el don sobrenatural de la fe, la esperanza y la caridad, lo llenan todo. Aparece la vocación sobrenatural, donde la vida de hijos se Dios en la familia de su nuevo pueblo, la Iglesia, nos abre el horizonte de una vida maravillosa a la medida de Dios. San Pablo une así los dos mundos: Jesús nace de la carne. Pero también del Espíritu.