“Os daré pastores según mi corazón” (Jer 3, 15). Esta promesa Dios la realiza en Jesucristo, “Buen Pastor”, que da la vida por sus ovejas. Y así, nos deja el ejemplo de un amor lleno de compasión, de participación sincera y real en los sufrimientos y dificultades de los hermanos. Siente compasión por las multitudes sin pastor (cf. Mt 9, 36), y por eso se preocupa por guiarlas con sus palabras de vida y se pone a «enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 34). Por esa misma compasión, cura a numerosos enfermos (cf. Mt 14, 14), ofreciendo el signo de una intención de curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2), símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias humanas (cf. Mt 20,34; Mc 1, 41), y, quiere sanarlas; participa en el dolor de quienes lloran la pérdida de un ser querido (cf. Lc 7, 13; Jn 11, 33.35); también siente misericordia hacia los pecadores (cf. Lc 15, 1.2), en unión con el Padre, lleno de compasión hacia el hijo pródigo (cf. Lc 15, 20) y prefiere la misericordia al sacrificio ritual (cf. Mt 9, 10.13); y en algunas ocasiones recrimina a sus adversarios por no comprender su misericordia (cf. Mt 12, 7).

En la carta a los Hebreos, a la luz de la vida y muerte de Jesús, considera la solidaridad y la compasión como un rasgo esencial del sacerdocio auténtico. En efecto, reafirma que el sumo sacerdote «es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres […], y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados» «(Hb 5, 1.2). Por ese motivo, también el Hijo eterno de Dios «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo» «(Hb 2, 17). Este es nuestro gran consuelo, saber que ha sido probado en el sufrimiento, y así, puede ayudar a quienes nos vemos probados (Hb 2,18) y compadecerse de nuestras flaquezas, porque ha sido probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4,15).

Cristo ha querido hacernos partícipes de su sacerdocio. Don que recibimos en nuestro bautismo y nos capacita para el ofrecimiento de nuestra vida. “También vosotros –como piedras vivas– sois edificados como edificio espiritual en orden a un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe 2, 5). Este sacerdocio común tiene su culminación en la Santa Misa, en la que Jesús nos presenta a Dios como miembros suyos. Hace suya nuestra entrega, nuestra acción de gracias, nuestra alabanza, nuestras peticiones. Es en la vida ordinaria donde encontraremos la materia del sacrificio que Cristo quiere unir al suyo en la Santa Misa. Y así hacer de nuestra vida ese ofrecimiento al Padre. La Misa es la oración y acción de gracias, el sacrificio y la expiación más agradables a Dios Padre, porque nuestra oración, acción de gracias, petición y sacrificio, son algo humano; mientras que la Santa Misa es acción divina.

“La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas e importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra” (Benedicto XVI, Homilía 7 de mayo de 2007).

Madre nuestra, que podamos decir con San Pablo: muy gustosamente me gastaré y desgastaré por nuestros hermanos (cf. 2 Co 12,15).