El Señor cuando dice lo de llevar la cruz, incorpora inmediatamente un posesivo, queriendo decir que cada uno tiene la suya, su atillo de problemas, su historial de desdichas. Nadie camina toda su vida sobre una superficie llana recogiendo rosas. Conozco adolescencias muy desafortunadas en las que se incrustó una piedra dolorosa que la madurez aún lleva consigo. Leo estos días otro libro de Rachel Cusk, una escritora canadiense que lo es de verdad. En Tránsito relata una breve historia espeluznante que no me quito de encima. Una madre lleva a su hijo pequeño al zoo infantil de su ciudad. En un momento dado, él se fija en un caballo que está parado en el barro, mirándole más allá de un cercado. El caballo se deja tocar sin apartarse. La madre, que se había alejado, vuelve a la posición de su hijo y suelta un grito por la herida en el ojo que tiene el caballo. ¿Se la has hecho tú?, ¿se la has hecho tú?, le pregunta muy enfadada. Él está demasiado alterado como para rebatir la acusación de su madre pero, mientras pasan los segundos, también él duda cada vez más de su inocencia. El niño vuelve a casa con un estado de ansiedad cada vez mayor. Hasta aquí el relato. Como se puede observar, el lector no sabe por lo escrito si el niño hizo daño o no al caballo, lo que sí descubrimos es el nacimiento de un trauma en la niñez, una cruz que la criatura portará mejor o peor cuando llegue a la madurez.

No se puede esquivar el dolor ni poner a descansar definitivamente al pasado, tampoco se puede entrar en el futuro como el político al escenario el día final de campaña. El dolor no le es esquivo a ningún nacido de mujer, porque todos pasamos por la muerte de nuestros seres más queridos, quizá él momento de dolor más grande e ineludible. He visto el rostro de muchos familiares de quienes van a morir, no hay mayor expresión de incapacidad. Nuestra muerte no es más que un desvanecimiento a las necesidades y bullas de esta vida, y el nacimiento de una sorpresa inesperada que el Señor nos ha prometido. Pero la muerte de la persona a quien amamos es la peor de las cruces, porque si vivir es amar, amar es sufrir, porque la vida del otro me importa y el desenlace de sus decisiones me tiene en un vilo. Queda excluido del dolor el psicópata que, al ser incapaz de vincularse, va por la vida sin cruzarse con la desdicha.

Por eso el Señor, que sabe de nuestras angustias, nos dice que vayamos con Él, a su paso, porque nadie sabe comer solo su propio dolor. Ayer estuve con un conocido a quien no veía desde hacía mucho tiempo. Cuando nos topamos de forma casual, me resultó difícil reconocerlo, tardé en ponerle nombre, se movía con dificultad porque ha desarrollado un problema severo de movilidad. Se debe a que ha tenido un tipo de vida extraordinariamente exigente y el cuerpo no le daba más de sí, y ha terminado por gritarle su incapacidad. Sí, el cuerpo es muy listo, debí en su momento abrirme más a Dios y mostrarme en debilidad a los amigos. Porque la vida no es cuestión de sufrir, que ya sabemos que se sufre, sino de saber elegir con quien compartimos dolor.