“¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?”. Los fariseos que le dirigen esta pregunta a Jesús no tienen interés en conocer la verdad. Están apegados a costumbres y tradiciones, por lo que recurren a una disposición de Moisés: “¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla?”. No se preguntan por qué Dios crea al hombre y la mujer, para acomodarse al plan divino. Aferrados a sus criterios, le preguntan “para ponerlo a prueba”. Jesús les muestra que aquella prescripción de Moisés era más bien una condescendía con su dureza de corazón: “Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así”. Nos remite al plan originario: “¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer (…) Serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne”. Por ello, sentencia con el relato del Génesis: “Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. La autoridad es del Creador. Es su voluntad al crear donde podremos conocer y realizar la verdad sobre el hombre y la mujer en el matrimonio. No es el hombre quien se ha dado el ser y ese modo de ser hombre y mujer. Somos lo que somos porque así nos ha pensado el Creador.

Si de verdad queremos conocer qué es el matrimonio ¿si el vínculo es temporal o indisoluble? ¿si es mera decisión humana o una vocación? ¿si tiene alguna finalidad más allá de la unión de los cónyuges? En ese plan de Dios podremos descubrir la grandeza del amor esponsal reflejo del amor-comunión que es Dios. Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1, 26). Como nos recordaba San Juan Pablo II en la “Carta a las familias” (1994): antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el ‘Nosotros´ divino. De este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano: “Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó” (Gn 1, 27). En el matrimonio, de alguna manera, se visibiliza el ser de Dios. Así descubrimos cómo el amor conyugal tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado ¡Hemos sido creados para un amor así! Es en el plan de Dios donde podremos descubrir la belleza que entraña y, por tanto, tomar conciencia de lo valioso que es y, en consecuencia, cuidarlo.

El vínculo es indisoluble, pero el amor no. El amor necesita ser cultivado, manifestarse para no morir, aunque sea en cosas pequeñas, insignificantes. “El amor nunca se da por concluido y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo” (Benedicto XVI, Encíclica “Deus Cáritas est”). Un amor que se cuida en la entrega cotidiana, en el perdón mutuo, en saberse comprender, en el cariño, en la aceptación de cómo es el cónyuge… En la ternura, que es la expresión más serena, bella y firme del respeto y del amor y se demuestra en el detalle sutil, en la mirada cómplice o en el abrazo entregado y sincero. Un amor que reclama exclusividad: sólo a ti, contigo, sólo contigo. Un amor que requiere la fidelidad en el tiempo: para siempre. Lo contrario es un lenguaje ajeno al amor.

Pidamos a nuestra Madre que nos ayude a cuidar todas las dimensiones del amor esponsal, que sepamos reconocer en él el Amor con que somos llamados a consumarnos un día.