El Evangelio nos presenta a una mujer cananea que tiene una hija poseída por un demonio. Esperaríamos que Jesús, como tantas otras veces, atendiera la petición de esta mujer, sin embargo, la respuesta nos desconcierta inicialmente: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. No puede ser desinterés, indiferencia o acepción de personas. En la Encarnación Cristo se ha unido en cierto modo con cada hombre y, por tanto, no se desentiende de ninguno. Luego nos está mostrando otra cosa.

Si volvemos nuestra mirada al grupo de los apóstoles podemos encontrar, cómo entre las intenciones del Señor, podrían estar poner de manifiesto la dureza de sus corazones al pedirle a Jesús: “Atiéndela, que viene detrás gritando”. Ellos interceden por ella porque les molesta con sus gritos. Sin embargo, Jesús podría descubrirles un ejemplo concreto de algo repetido en sus enseñanzas sobre la oración: “no empleéis muchas palabras porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis” (Mt 6, 5-8) y esta mujer únicamente le dice: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”. También “les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer (Lc 18, 1): “pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá” (Mt 6, 9), ante el aparente silencio de Cristo: “Él no le respondió nada”, que de ningún modo significa desentenderse.

Aprendamos también nosotros de esta mujer a saber insistir en la oración. El deseo crece con la espera de lo pedido. Y Jesús quiere hacer crecer nuestro deseo para disponernos a recibir con mayor fruto su gracia. “San Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. «Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]” (Benedicto XVI, Encíclica Spes salvi 33). El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda cómo “la maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (cf. San Agustín, quaest. 64, 4)» (nº 2560).

Especialmente cuando parece que el Señor tarda descubrir que es por nuestro bien. La oración no le cambia a Dios, nos cambia a nosotros, nos hace más fuertes porque nos lleva a sabernos en las manos de Dios, a descubrir nuestra “vida con Cristo en Dios” (Col 3, 3), a dejarnos conquistar por Cristo y nuestra vida cambia.

Acudamos a nuestra Madre, como siempre, para pedirle que nos enseñe a vivir más pendiente de su Hijo, que pasa siempre junto a nosotros.