En toda guerra es importante no confundir al enemigo. En el combate de la vida cristiana, sucede igual el verdadero enemigo es el pecado y la mentira y Satanás, que es el inductor y el mentiroso por antonomasia. Dios siempre está de nuestra parte. Por eso el mayor error cuando estamos en el pecado es confundirnos y poner a Dios al otro lado, en el otro bando. Sucedió después del primer pecado de la historia, que el hombre se escondió de Dios, la única presencia y la única mirada de la que no tiene sentido esconderse y de la que no debemos temer, pues Dios solamente quiere el perdón y la salvación del pecador.

La realidad es que cuando hacemos las cosas mal, el primer movimiento es ocultarnos. El segundo inmediatamente después es acusar a otro, o lo que es lo mismo auto justificarnos. Es el clásico “no he sido yo” que tiene como consecuencia inmediata “ha sido este”. Una acusación al prójimo.

Hoy Jesús nos enseña algo precioso con ocasión de corregir la hipocresía de los fariseos. Los fariseos dan una cara, muestran una apariencia y en realidad viven lo contrario. Debajo de una apariencia de justicia y bondad se esconde un corazón injusto y sin amor. Por eso Jesús nos invita a no querer la tentación de ocultar nuestro pecado. Al contrario, se trata de sacarlo de lo escondido, airearlo y presentárselo a Dios, ponerlo ante su misericordia con la certeza de que el perdón tiene la última palabra en nuestra vida.

Al final de nuestra vida todas las mentiras quedarán manifiestas y solo la verdad prevalecerá por eso, nuestra historia es la oportunidad en el tiempo de sacar a la luz todo lo que somos y tenemos para que Dios lo ilumine y no vivamos más en la sombra, en el pecado, en las tinieblas en el error, sino que caminemos a la luz de Dios, que vivamos como hijos del día y no como hijos de las tinieblas que andemos como a plena luz del día, con dignidad.

Adán después del primer pecado dijo: “oí tu voz en el jardín, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo”. Tuvo miedo y se escondió de Dios.

Jesús dice que no debemos tener miedo de nada ni de nadie, excepto de aquel que tiene poder para arruinar nuestra vida definitivamente, no por la primera muerte, sino por la segunda, la muerte eterna y definitiva, Satanás y sus obras y sus seducciones. De nadie más debemos temer, porque aquellos que pudieran hacernos daño al maltratarnos o perseguirnos, porque nosotros demos testimonio de la verdad solo podrán arrebatarnos la vida temporal de nuestro cuerpo mortal, pero salvaremos nuestras almas y, siendo así que hayamos sido fieles al Señor, al final de los tiempos también nuestro cuerpo resucitará y será transformado y seremos semejantes a Cristo. Por tanto, no hay nada que temer.

Además, Jesús nos invita a vivir, confiando en nuestro Padre del cielo, que será el que nos de las palabras necesarias en el momento en que tengamos que dar testimonio ante los hombres de su amor, de su verdad o justicia, de su presencia, por eso no debemos tener miedo ni estar agobiados, porque Dios Padre nos dará una sabiduría, la del Espíritu Santo que hará enmudecer a nuestros oponentes y que nadie podrá rebatir ni refutar. No debemos tener miedo porque Dios cuida de nosotros y hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados: “Si Dios está con nosotros, de nuestra parte ¿a quién podemos temer?” – dice San Pablo.

Vivamos con confianza y entreguémonos a Dios sin condición y sin medida. De Abraham se dice en la primera lectura que actuó así. “El justo vivirá por la fe”. Aquella obediencia de Abraham le fue computada como justicia. Pidamos también nosotros poder vivir así, sin miedo a Dios, sino amando y confiando en É ciegamente, teniendo más bien un único enemigo, el enemigo de nuestra felicidad, el enemigo de nuestra vida, el enemigo de nuestras almas.