«Yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Será él quien construya una casa a mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo».
Esta profecía, referida de modo inmediato y literal a Salomón, tienen otra lectura más plena en el marco completo de la historia de la salvación:
Hace referencia a la «casa de Dios» que levantará. Basta con las consideraciones que hemos hecho los dos días anteriores para comprender la trascendencia de esa original casa de Dios, que es el cuerpo de Cristo muerto y resucitado en Jerusalén.
Se refiere también al reino que durará para siempre, como afirma el credo nicenoconstantinopolitano, y su gran monarca al frente. Dicho rey y dicho reino no pueden estar sometidos a la caducidad humana, que pasa en contadas ocasiones del siglo de vida, más bien nos adentra en el concepto de la eternidad, algo perteneciente al mundo divino.
Por lo tanto, se refiere a un rey inmortal y a un reino que no tendrá fin. De este modo tan precioso, el profeta Natán pronuncia hoy palabras contundentes, promesas sólidas de Dios que se verán cumplidas en Jesús de Nazaret. José, perteneciente a la tribu de David, nacido en Belén: su hijo Jesús será descendiente de David porque en el pueblo judío, la vinculación ascendente con la raza y la tribu venía por vía paterna.
Natán hablaba al mismo tiempo de Salomón y de Jesucristo. La diferencia es que el cumplimiento de la promesa se dio de modo espaciotemporalmente en su hijo biológico; en cambio, el cumplimiento pleno de la promesa se dio no sólo en el tiempo y el espacio, sino que tendrá también repercusiones eternas: Jesucristo es el hijo de David, Rey eterno por los siglos de los siglos.