Siempre me ha llamado la atención esta expresión del apóstol san Juan: “Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida”. Me pregunto: ¿Quién dice esto? ¿Un resucitado? ¿Alguien que murió y volvió a vivir después? Evidentemente, la respuesta la encontramos, aunque escondida, en el final de la frase: “Lo sabemos porque amamos a los hermanos”. Es decir, el que ha salido del odio para estrenar una nueva vida en el amor a su hermano, a su prójimo, ese es el que vive.

Esto sucede de manera real y sacramental en el bautismo. Ahí nosotros morimos para empezar una vida nueva, definitiva y eterna. Morimos al hombre viejo con sus odios y homicidios para empezar una vida nueva en el amor a los hermanos. Es una muerte y una resurrección reales, aunque sucedan aún en el tiempo y el espacio presentes. Le faltó decir a san Juan que así se ha manifestado otra gran verdad: “Uno empieza a vivir cuando vuelve a nacer”. Y esta realidad se verifica también en el bautismo cristiano. Sin esta experiencia, el hombre es “un muerto que está esperando a enterrar a otros muertos”. Pero el bautizado sabe que se ha incorporado a la muerte y a la resurrección de Cristo, y que éste, una vez resucitado, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. El creyente que tiene esta experiencia de “volver a nacer” se puede decir que ya no solo sabe que hay vida después de la muerte, sino que experimenta que también es posible la vida antes de la muerte. Vida en el sentido más alto y pleno del término. Vida en abundancia. Vida digna de este nombre.

Nunca está tan vivo el hombre como cuando ama. Por eso los santos viven en Cristo eternamente y, aunque por momentos pueda parecer demasiado complicado, en realidad el único oficio que ellos tienen en el cielo es amar. “Pero no de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”. Este es el camino de la santidad. También para nosotros que de momento “solo somos peregrinos” en camino hacia nuestra morada definitiva que está en los cielos. Cuando      el amor es el que da sentido a nuestra vida, estamos felices y no nos dejamos llevar por ninguna tentación por sugerente que sea, por atractiva que parezca.

El bautismo es también lo que dice veladamente Jesús a Natanael: “Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”. Algo que sucedió en el Jordán, pero también en la cruz, en la exaltación del Hijo del hombre sentado a la derecha del Padre y en el envío del Espíritu Santo en el cenáculo en Pentecostés y en la casa del pagano Cornelio cuando Pedro fue a anunciar el Kerigma. Jesús es la escalera que une lo humano y lo divino, lo temporal y lo eterno, el suelo y el cielo. Nadie va al Padre sino por él.

Y es que el estupor se había apoderado de Natanael al comprobar que Jesús ya lo había visto antes de que Felipe lo llamara, cuando estaba debajo de la higuera. Y no pudo por menos que hacer su propia confesión de fe: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”, aunque poco antes había hecho una observación bastante despectiva: “¿De Nazareth puede salir algo bueno?”. Hasta en esto hay que volver a nacer. El encuentro con Cristo es imprevisible, indeducible, etc. marca un antes y un después en la propia vida. Todos nuestros prejuicios, todos nuestros esquemas y composiciones de lugar, se quedan obsoletas. Ya no se puede juzgar a nadie según (los criterios de) la carne. Ahora hay que juzgar según (los criterios de) el Espíritu. Es un verdadero paso de gigante hacia la libertad plena y verdadera. En esto consiste pasar de la muerte a la vida.