Jesús vuelve a la casa del Padre. La ascensión de Jesús a los cielos es la plenitud y la culminación de su misión en la tierra. Tomó nuestra condición de hombres para asumir en su propia vida todo el misterio de la existencia humana. Pero ese descenso tenía un objetivo: la glorificación, la divinización de todo lo humano. Jesús les anuncia a sus discípulos que vuelve al Padre, que culmina su misión y la reacción de ellos es la tristeza y el desconsuelo. Es fácil empatizar con su tristeza. Después del trauma que supuso verle muerto en la cruz, los discípulos vivieron su alegría renovada, al ver a Cristo resucitado. Pero esa alegría se vuelve a desvanecer tras el anuncio de su ascenso al cielo. Todos sufrimos cuando los cambios nos trastocan la vida. 

Nos sentimos cómodos en lo que controlamos y no nos sobresalta. Los imprevistos, las sorpresas, las llamadas de urgencias nos ponen nerviosos. Por eso Jesús tiene que ayudarnos a entender que cuando la vida cambia y nos sorprende, estamos cerca de tener un nuevo encuentro con Jesús. La fe sirve precisamente para que la paz de Dios se haga densa y creciente en los momentos de turbulencias y tribulaciones. La forma como Jesús se lo explica es con el anuncio de la llegada del Espíritu Santo. Conviene que ciertas cosas en la vida se terminen, lleguen a su final, porque supone el nuevo inicio, un nuevo comienzo. Los cambios nos asustan, pero vividos desde la fe suponen una promesa. Si Dios permite que suframos pérdidas, distancias, rupturas, no lo hace como castigo, lo hace como pedagogía de confianza. Aprendemos a confiar y a esperanzarnos cuando no todo depende de nosotros.

Estamos llamados a aprender a soltar. Esa es una de las primeras condiciones del discipulado: «Mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,25-27). En la medida que activamos la confianza en que Dios nos cuida, pondremos menos resistencias a soltar, a dejar que espacios, personas, cargos, responsabilidades se alejen de nosotros, para encontrarnos con Jesús de una manera renovada y más intensa.