Sólo hace falta conocerse un poquito, o pasar unas cuantas horas en el confesionario, para descubrir luchas que se repiten una y otra vez y en las que siempre perdemos. Para muchos es desesperante pedirle a Dios que les quite la pereza, o el mal carácter, o la impureza, o que sean sinceros y se prometen no volver a hacerlo…, para volver a las pocas semanas a lo mismo. ¿Siempre me confieso de lo mismo!, es una frase muy repetida.

(Jesús) Les preguntó:

«¿De qué discutíais por el camino?».

Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.

Muchas veces pensamos que tenemos que ser más y mejores para Dios. Queremos presentarle a Dios nuestras virtudes, nuestros avances…, que se dé cuenta Dios de lo que hemos luchado y vencido, de lo majos que somos y la suerte que tiene de tenernos a su lado…, y volvemos perdedores una y otra vez. Queriendo ser importantes volvemos avergonzados.

Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:

«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».

Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:

«El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».

Los niños no se creen grandes, siempre tienen que mirar hacia arriba para hablar con los adultos (bueno, yo también que tampoco soy altísimo). Los niños no se creen fuertes y piden ayuda para lo que saben que no pueden mover. Los niños se saben necesitados de sus padres y no quieren demostrar que son mayores, se sienten muy seguros en brazos de sus padres.

Nosotros queremos ser adultos para Dios, y sólo vencemos cuando somos niños. Cuando dejo que Dios haga en mí. Yo me rindo, no puedo; pero Él sí puede en mí. Cuando soy débil, entonces soy fuerte.

María deja hacer a la Palabra de Dios en ella, y hace maravillas. Si le dejas también las harás en tu vida.