San Juan 2,29-3,6; Sal 97,1-2ab.3cd-4.5–6; San Juan 1,29-34
“Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. Quizás sea ésta la más grande afirmación que se ha podido decir acerca de ti y de mí: ser hijos de Dios. Llegar a comprender en qué consiste semejante filiación sería desentrañar, en definitiva, el por qué Dios se ha hecho carne. Se trata de considerar el Misterio que hemos ido contemplando (¡y tocando!) durante estos días. Lo inaccesible, lo omnipotente, lo eterno e infinito se ha vuelto de nuestra condición… ¡para siempre!
La filiación divina no es un apellido, o un título sin más, se trata de nuestra radical pertenencia a Dios alcanzada en el Bautismo. Un día dimos nuestro sí (o lo dieron nuestros padres en nuestro nombre), para que se estableciera la alianza entre lo divino y lo humano gracias a los méritos de Cristo. Ese día, verdadero nacimiento a la vida de Dios, fuimos encumbrados a lo más alto; quedamos incorporados a una realidad que supera totalmente el orden material. Es más, se nos dieron los instrumentos necesarios para que cualquier situación vivida en el mundo la selláramos con el nombre y la presencia de Cristo. Esa dignidad no significa otra cosa que llevar a cabo la obra creadora de Dios en el mundo… y, ¡tú y yo estamos llamados a realizar semejantes acciones! No importa que a los ojos de otros dichos actos sean más o menos “llamativos”; lo único necesario es que Dios sea testigo del amor que ponemos en ellos.
“Sabéis que él se manifestó para quitar los pecados, y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él no peca. Todo el que peca no le ha visto ni conocido”. Nuestra fragilidad nunca será óbice para que, tal y como nos dirá San Pablo, seamos templo del Espíritu Santo. Sólo el pecado es capaz de romper esa armonía querida por Dios: sólo un “non serviam!” (¡no serviré!), puede provocarnos un aislamiento de lo que es esa realidad sobrenatural que, en último término, nos sostiene y alimenta. ¡No te importen tus debilidades y tus fracasos!, ¡nunca digas: “no puedo más”! Cualquier padre comprende que su hijo le necesita a pesar de sus negativas. ¡Cuánto más entenderá Dios que sin Él nada podemos! Nunca nos humille tomar la actitud de aquel hijo pródigo que volvió a la casa del padre después de haber dilapidado su vida, aunque tengamos que volver todos los días, todas las horas, todos los minutos. Lo importante, lo verdaderamente significativo, es saber que somos hijos, y que nuestro Padre nos espera con los brazos abiertos… porque Él sí nos ama.
“Yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. San Juan Bautista fue un testigo cualificado de la divinidad de Cristo. Él había sido elegido para ser precursor del Mesías, el heraldo de la Verdad. Tú y yo no estuvimos en el Jordán para ver ese signo prodigioso que revelaría la Misión de Jesús, pero sí podemos manifestar, jornada tras jornada, las maravillas que realiza Dios en nuestras vidas (incluso a pesar nuestro en ocasiones) y en las de los demás. ¿No es éste un motivo que va más allá del agradecimiento?
El beso de “buenos días” que recibas en la frente mañana al levantarte, y que Dios Padre te dará, te hará sentir verdaderamente hijo suyo una vez más… ¡Bendito “endiosamiento” el de los hijos de Dios!