Samuel 18, 6-9; 19, 1-7; Sal 55, 2-3. 9-10. 11-12. 13 ; San Marcos 3, 7-12

Juan Pablo II es mayor, sería una estupidez decir que está hecho un chavalín y pedirle que saltase a la comba o corriese al lado del “Papa-móvil”. Es mayor pero no está mayor, está como “un joven de 84 años”, como nos decía en Cuatro Vientos durante su última visita a España. Es mayor porque los años no pasan, se quedan pero está joven pues cree lo que dice, tiene esperanza, confía plenamente en Jesucristo, se sabe servidor de la Iglesia y cauce de reconciliación, quiere mostrar al mundo a su único amor: Dios encarnado en las entrañas de María.
Sé que puede resultar petulante hablar así de alguien, pero me permito la licencia y tengo la confianza de quedarme muy corto. El Papa confía en la unión de las Iglesias y no cejará en ello, derrochando esfuerzo y cariño por acercarse a los hermanos de otras confesiones pues sabe que la tarea, imposible para el hombre, es posible para Dios que cambia los corazones. Sabe que Cristo atrae a multitudes “de Galilea, de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania y de las cercanías de Tiro y Sidón”, del mundo entero. Sabe que hasta los que tienen el “espíritu inmundo” y parecen insalvables, si se encuentran con Cristo gritarán: “Tú eres el Hijo de Dios”. Esa confianza en el hombre y en la acción de Dios le llevan a dar la vida hasta el último aliento, a hacer como Jonatán y hablar al Rey del universo del hombre para salvarle. Si Jonatán hubiese dicho a David: “Has ofendido a mi padre, escóndete, vete a otra tierra, olvida tu pasado y escoge otro rey que cualquiera se enfrenta a mi padre que está muy ofendido” lo hubiera hecho por cobardía y hubiera traicionado a su amigo David. Si el Papa “tirase la toalla”, si sólo se dirigiese a los católicos fieles, si tuviese miedo a enfrentarse al mundo entero, habría traicionado al hombre, habría traicionado a la Iglesia, habría traicionado a Cristo.
Tú y yo no somos el Vicario de Cristo (espero), no tenemos grandes responsabilidades públicas ni salimos a diario en los periódicos y seguramente no nos escuche mucha gente pero nuestra responsabilidad no es menor. “En Dios confío y no temo” repetimos en el salmo de hoy. Léelo despacio, saboréalo, compáralo con tu vida y comienza tu trabajo cotidiano. Pon todo tu empeño, ofréceselo al Señor por la Iglesia, por la unión de los cristianos, por los enemigos de Dios y de la Iglesia, por los que viven como si no tuviesen fe y por los que lucharán hoy denodadamente por no perderla. Pon personas concretas, caras con nombre y apellidos, a tu esfuerzo por hacer bien lo que tienes que hacer, a los sinsabores y maledicencias que hoy tengas que aguantar; pídele al Espíritu Santo que digas esas palabras que tienes que decir en un momento concreto del día y hazlo “con acción de gracias”. Entonces estarás trabajando tanto como el Papa por la unión de los cristianos, y el Santo Padre sabrá que no está solo, que cuenta contigo y conmigo para que, junto con María, esta humanidad sea también joven, joven como Cristo, “el mismo ayer, hoy y siempre”.