Isaías 41, 13-20; Sal 144, 1 y 9. 10-11. 12-13ab; San Mateo 11,11-15

“Yo, el Señor, tu Dios, te agarro de la diestra y te digo: «No temas, yo mismo te auxilio»”. Ir de la mano de Dios es algo muy serio. Muchas veces nos hemos quedado mirando a esos niños que van cogidos de la mano de sus padres, tan despreocupados y seguros, y hemos esbozado una sonrisa. Hay algunos de esos niños que pretendiendo soltarse (quizás pensando que de esta manera eran más libres), inmediatamente, viendo el peligro ante la amenaza de un coche o una bicicleta que se interpone en el camino, vuelven a ponerse bajo la protección del padre o la madre que, también vigilantes, le llevan por el buen sendero. Esta imagen no es menos distante de la que utiliza Dios con cada uno de nosotros. ¿Cuántas veces nos hemos creído no necesitados de la ayuda de Dios -sobre todo cuando las cosas nos van bien-, y nos hemos permitido el “lujo” de soltarnos de su mano? Uno podría pensar: “Ya soy suficientemente mayor para saber lo que hago en cada momento”. El problema está en que no lo sabemos todo y, especialmente, con las cosas que tienen que ver con el alma. Por eso, es tan importante ir muy “pegados” a Dios, tan estrechamente unidos que sea Él quien en realidad nos conduzca en nuestra vida. Para ello, es necesaria mucha humildad, y entender que somos poca cosa delante de Él.

“El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad”. Junto a la paternidad divina se encuentra su infinita misericordia. Su providencia va siempre acompañada de una comprensión hacia nuestra debilidad, que nunca la podremos encontrar en nadie más. Misericordia es también capacidad para perdonar y, sobre todo, para amar. Por eso en el Adviento se recuerda la necesidad de la confesión. El sacramento de la reconciliación es algo más que acudir a un “tribunal”, se trata de empaparnos del cariño de Dios que se desborda continuamente sobre nosotros. Si fuéramos verdaderamente “egoístas” (se entiende como egoísmo bueno), desearíamos acudir a ese sacramento con más frecuencia, pues recibimos de él la gracia y la fuerza necesarias para seguir nuestro andar cotidiano con más alegría, seguridad y esperanza. Dios no se anda con “chiquitas”, lo que hace, lo hace hasta el final, es decir, con todas las consecuencias. Y en cuestiones de amor no hay quién le gane.

“Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de lo cielos es más grande que él”. Este piropo del Señor hacia su primo nos hace entender el alcance de la figura del Bautista. Y una de las notas de su personalidad es la exquisitez en la que lleva, hasta el extremo, la humildad. Hizo lo que tenía que hacer… ¡y punto!; lo demás, correspondía a Jesucristo. ¿Cuántos hay que se sienten menospreciados o infravalorados cuando no se les reconoce lo que han hecho, o no le han dado la “palmadita” correspondiente? Esta manera de comportarse (hazme caso), es fuente de inagotables problemas. ¿Me ven?, ¿me quieren?, ¿se darán cuenta?, ¿me comprenden?… me, me, me… ¡y me! Siempre nos colocamos en primera persona cuando se trata de estar en el candelero para que nos aplaudan. Entonces, ¿de qué sirve hablar de humildad y sencillez?

Ayer conmemorábamos a nuestra Madre, la Inmaculada Concepción. Ella es la gran maestra en humildad. La sierva de Dios, la esclava donde se fijó y se quedó la mirada de Dios. Por eso es “la llena de gracia”. Que ella nos enseñe a ponernos en nuestro sitio y, sobre todo, muy “cogiditos” de su mano para ir hasta Dios.