Eclesiástico 48,1-4.9-11 ; Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19; San Mateo 17, 10-13

“Surgió Elías, un profeta como un fuego, cuyas palabras eran horno encendido”. Escasean los profetas en nuestros días… pero, ¡los de verdad! Vaticinar el futuro, al modo como lo hacen los astrólogos tan de moda, no es cuestión de leer cartas o echar unas piedras para que se acomoden a nuestro antojo. Más bien, los profetas del Antiguo Testamento denunciaban la manera con que el pueblo de Israel se iba apartando de su alianza sagrada con Dios. Incluso, a riesgo de sus propias vidas, se enfrentaban con reyes, jueces y demás personal que se les ponía delante. Pero no todos los profetas tenían un comienzo apoteósico. Algunos se resistieron a la llamada de Dios, y entre sollozos o huidas, intentaron desentenderse de su misión… pero les alcanzó la ternura divina que, cuando llega a un corazón con una mínima predisposición, se hace irresistible.

Elías debió ser un profeta con mucho carácter. También tuvo sus momentos de desánimo, y a punto estuvo de “tirar la toalla”. Sin embargo, su secreto fue perseverar en medio de las dificultades… y confiar en Dios. Cuando alguien pone sus miedos en manos de Dios, casi como por arte de magia, llega la paz y la fortaleza. Lo extraordinario de la Sagrada Escritura es descubrir con qué claridad se presentan, junto con las cualidades de sus protagonistas, las debilidades y los errores (y pecados) de aquellos que son escogidos por Dios a una vocación específica. La condición humana no es un obstáculo para que actúe la gracia, sino que es la condición necesaria para que sea elevada al orden sobrenatural. ¿No nos estamos preparando, en este tiempo de Adviento, para ser testigos de cómo Dios se hace hombre?

Lejos de cualquier maniqueísmo, damos gracias a Dios por ser como somos (con nuestras virtudes y nuestros defectos). Nuestras aspiraciones no pueden ceñirse al simple tener, sino que hemos de buscar constantemente la manera con que nos vamos conformando a lo que Él quiere de nosotros en cada momento. Rectificar nuestra intención, por ejemplo, es signo de que no nos buscamos a nosotros mismos, sino que sabemos poner a Dios en nuestros afanes, alegrías (también sufrimientos) de cada jornada.

El profeta de nuestros días no es un ser raro ni extraño. Son hombres y mujeres normales, que luchan con serenidad, pero con tenacidad (en primer lugar consigo mismos). No se rinden ante las adversidades, sino que saben que es Dios quien ha vencido al pecado y a la muerte, y, por eso, ven la misericordia divina detrás de cualquier contratiempo o contrariedad. No huyen de las dificultades, sino que ponderan con el juicio y la prudencia el alcance de sus acciones… y, sobre todo, son gente de oración, que renuevan en el encuentro personal con Dios sus fuerzas para seguir hacia adelante, sin mirar atrás… siempre habrá una estrella de Oriente que les ilumine en los momentos de oscuridad e incertidumbre.

“Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Cristo, Mesías y Profeta por antonomasia, va delante de cada uno de nosotros. No quiso reservarse ningún sufrimiento ni humillación. ¿Por qué, entonces, preocuparse? Nuestra debilidad es la garantía de la actuación de Dios, porque será la ocasión en la que Él brille de manera singular. Así lo hizo con San Juan Bautista (a quien el Señor pone constantemente de ejemplo), que se dejó la piel (¡y la cabeza!) por amor a la voluntad de Dios, sin importarle los criterios humanos. Miramos también a la Virgen, que sin pregonar a los cuatro vientos su condición de Madre de Dios, fue también profeta para los que ahora contemplamos la hermosura de su obra: el Hijo de Dios, Profeta y Rey.