Isaías 35, 1-6a. 10; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10 ; Santiago 5,7-10; San Mateo 11, 2-11
“Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor”. Un cristiano no puede ser conformista; busca crecer en el amor a Dios y a los demás con sus palabras, obras y pensamientos. No queda todo reducido a un impulso inicial, o a una declaración de principios (algunos la denominan “opción fundamental”), sino que cada día, cada hora y cada minuto tienen su propio afán para ser transformados en “tiempos de Dios”. Sin embargo, puede ocurrir que uno no vea ese avance en la vida espiritual, y que piense que todo es lo mismo, y que la rutina se convierte en lo cotidiano. Por eso, el apóstol Santiago nos anima a perseverar en la paciencia.
La filosofía griega empleaba un término para aquellos que podían llegar a una cierta indiferencia ante las dificultades y contrariedades: estoicos. Esta indiferencia en el ánimo, sin embargo, es ciertamente contraria a lo que un hijo de Dios busca. El Apóstol nos lo dice claramente: “Tomad, hermanos, como ejemplo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor”. Hemos visto estos días el ejemplo de Isaías y el de Elías que, en nombre de Dios, fueron perseguidos, incomprendidos y humillados. Cuando el padecer no tiene un fin en sí mismo, sino que tiene un motivo: en nombre de Dios, entonces no hay que echarse atrás. Hay que dar sentido a cada uno de esos detalles que nos hacen palidecer a causa de la contradicción o la adversidad. Dios no nos quiere infelices o desgraciados, somos nosotros los que aún no hemos captado su plan en nuestras vidas que, incluso, alcanzará en beneficio de otros… aunque no los conozcamos.
La paciencia es una virtud desdeñada por muchos, porque parece ir contra conceptos, muy en uso en nuestro tiempo: “eficacia”, “inmediatez”, “progreso”… Sin embargo, los grandes éxitos (incluso humanos), son los que provienen de la gran sabiduría de “saber esperar”. El buen vino es el que “ha sabido esperar” el tiempo suficiente para dar con el buqué que era adecuado. Es necesario ver los acontecimientos, que tanto nos preocupan, con la perspectiva de que, si he puesto los medios humanos necesarios, lo demás viene por cuenta del Señor. Y la primera actuación de la paciencia ha de ser con uno mismo. Aceptarse, poner todo en mano de Dios… y dejarse transformar por su gracia. No es nada teórico, está tomado de la experiencia de aquellos que dijeron a Dios: “¡Creo Señor, pero ayuda a mi incredulidad!”. Es ese salto en el que lo humano, sin perder su condición limitada, es elevado a entrar en la dinámica de lo divino. No cambian los hechos, queda transformada la perspectiva con que se miran, y entonces vienen los frutos.
El auténtico progreso es el que va al ritmo de Dios. Unas veces nos llevará por sendas coherentes con nuestra manera de pensar, pero otras nos pedirán ir contracorriente. El discernimiento de todo ello depende de la manera en que ponga en Dios mi confianza… y todo mi ser.
“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Esta pregunta ya no tienes que hacértela. Tú has visto cómo Dios ha salido a tu encuentro y te ha llamado. La respuesta depende totalmente de ti. Aprende de la Virgen que supo esperar la llegada de Dios, y cambió, no sólo su vida, sino la de toda la humanidad… ¡Bendita respuesta que supo decir “sí”!