Isaías 52, 7-10; Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6 ; Hebreos 1, 1-6; Isaías 52, 7-10
En la parroquia algunos niños (y mayores) se han extrañado de que en el misterio que hemos puesto (de figuras grandes de madera, preciosas), falte el niño. La Virgen está con expectación, a San José se le ve contentísimo, pero el niño no está. Y me lo han preguntado: ¿dónde está el niño? Alguno se ha permitido el lujo de hacer un chiste (que a mí, claro está, no me ha gustado mucho, aunque no le he dicho nada): ¿es que el niño se ha ido a dar una vuelta?. No. Lo que ocurre es que el niño, el niño Dios nace hoy, ha nacido esta noche, en una noche de luz, y de resplandeciente gozo, y es esta noche una noche que más parece día, porque es el momento en que el niño Dios luce, como el sol bello, en el mundo, y lo hará también aquí, en ese misterio que hemos puesto con tanto cariño en nuestra parroquia.
Hasta este instante ha estado en la sacristía, reservado, como estaba en la noche de la historia, velado por un velo de deseo, con sus brazos dispuestos a abrazar y su mirada dispuesta a arrebatar el corazón, el tuyo y el mío. Algún chavalín me ha pedido que se lo acerque para darle un beso y no le he negado esa ilusión de niño, aunque todavía no es el tiempo, y me ha dado por pensar que era como una imagen de esos anhelos de todos los que, antes de su venida en Belén, estaban con esas ganas inmensas de ver al Salvador.
Escribo esto la tarde del 24 y estoy pensando ahora, haciendo mi oración, que esta noche yo estaré muy contento de tomarlo en mis brazos, con mucho cuidado, para no hacerle daño (buenos somos los hombres con nuestras manazas), y lo pondré junto al altar, junto con María y José. Será cuando estallemos de júbilo cantando el Gloria. Y en ese preciso instante, aunque nosotros nos quedáramos callados, volvería a abrirse el cielo para proclamar como un estallido de campanas, que el Salvador ha nacido, que es Dios con nosotros.
Y lo miraré con ternura. Estoy convencido de que habrá muchos ojos, sobre todo de niños, y de otros con corazón de niños, que lo mirarán con ternura, y casi casi tendrán que hacer esfuerzos para que los ojos no se llenen de lágrimas. Y brotarán del corazón, aunque no salgan a los labios, esos villancicos que son piropos de amor ante el niño Dios.
Ante un niño qué se puede hacer sino eso: niñerías. Decir esas niñerías que nos sonrojarían si lo tuviéramos que hacer delante de los mayores, pero que ante un niño es… lo natural. Qué mofletes tan graciosos, y qué sonrisa tan de cielo. ¿No te dan ganas de besarlo y de acunarlo? ¿No te dan ganas de sonreírle como Él te está sonriendo? ¿No te llena de una alegría desbordante?
Y me da por pensar ahora, porque creo que es verdad, que después, ya sobre el altar, volveré a tenerlo entre mis manos, esta vez ya no en figura sino con toda la realidad de su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. Seré yo, sacerdote de Jesucristo, indigno pero instrumento suyo, el que lo traeré al altar, y sin que nadie lo note (o sí, qué más da) le haré una caricia, y también por dentro, sin que nadie lo note (o sí, qué mas da), le diré un piropo de amor, un villancico, muy breve, muy sencillo, respetando ese ocultamiento suyo, como si no quisiera despertarlo de su entrega callada. Y Él me entenderá, Él entiende maravillosamente bien todas estas cosas, y después mucha gente vendrá a recibirlo, y me alegrará entregar a Dios. Y luego, el beso de la adoración. Y me llenará de alegría que mi alma, sin que se note, se ponga de rodillas.
Es Navidad. ¿No lo has notado? Seguro que la Virgen quiere decirte también muchas cosas, y José. Fíjate en sus miradas. Aprende de ellos. La Navidad está ahí, en fijarse mucho en el Único importante. Y aprender.