Eclesiástico 3, 2-6. 12-14; Sal 127, 1-2. 3. 4-5 ; San Pablo a los Colosenses 3, 12-21; San Mateo 2, 13-15. 19-23
El domingo después de Navidad, o sea, hoy, la Iglesia celebra la Fiesta de la Sagrada Familia. Es como si nuestra madre buena, que es la Iglesia (qué pena da que algunos la vean no como madre sino como una especie de madrastra mala de cuento), nos quisiera ofrecer, de forma resumida, todas las cosas importantes reunidas en todos estos días.
Supongo que, como todas las madres, se entera más de lo que parece y sabe que durante este tiempo estamos más sensibles y, por tanto, un poco más receptivos a todo. No es extraño, pues, que nos dé esas dosis de “esencialidades”, para que ahora que estamos más por la labor, todo eso entre mejor.
Tengo la suerte de ver en mi parroquia, como también veía en mi parroquia anterior, muchas familias que llenan las misas: vienen los papás y los abuelos, los niños (que no me molestan aunque a veces correteen por el pasillo mientras digo la homilía), y eso me parece una bendición. ¿La familia está en crisis? Pues no lo sé, quizá algunos se empeñan en problematizarla, algunos tiran de ella por un lado y por otro, como si quisieran ajustarla a su medida, como si quisieran romperla, pero no me parece que lo consigan: está hecha a prueba de bomba. La familia es una de esas cosas esenciales que vapuleada y todo, sale a flote y sabe renovarse a cada momento, como el ave Fénix.
Hoy, más que nunca, hay que pensar en la familia para comprenderla, y hay que defender a la familia para comprenderse. El hombre que quiera saber quién es no puede entenderse sin tomar a la familia como punto de referencia. El hombre se hace allí, y parte de ahí, para dirigirse, con paso firme a su fin. Si no se entiende eso, hay bastantes posibilidades de andar desorientado, y tener una visión del mundo un poco sesgada.
Hoy hay que hablar de la familia, para llenarnos de esperanza y conjurar esos nubarrones de pesimismo que, en ocasiones, también a los que la defienden se les presentan por delante intentando desanimar. Te invito a mirar a la familia que está en el Portal, a la familia que luego se va huyendo a Egipto, a la familia que vuelve a buscarse la vida en Nazaret: a José, a María y al Niño. Fíjate en ellos para llenarte de un ánimo esperanzado.
Algunos piensan que para que todo vaya bien no hay que tener problemas, que todo tiene que salir a pedir de boca, que cada uno tiene que andar satisfecho con sus deseos, y que los demás lo tienen que quererles y mucho. Eso en una familia (y, prácticamente en cualquier otro sitio), es una quimera y es un error. Para que una familia funcione hay que aprender de José y de María. José está pendiente de la Virgen y de Jesús, María está pendiente de José y de Jesús. Y Jesús está en medio sonriendo y llenándolo todo de su presencia. ¿Te parece una simpleza? A mí me parece alta teología, y algo lleno de sentido práctico. ¿Quieres que tu familia funcione? Olvídate de ti y ponte a hacer feliz a los demás. Verás como encuentras que el corazón se te llena de una alegría desbordante y aprendes algo concreto y esencial: hay más dicha en dar que en recibir, y lo grande se construye con la entrega. Es así como María y José, y Jesús en medio, hicieron de esa familia algo grande: la Trinidad de la tierra. ¿No te animas a imitar su ejemplo?