san Pablo a Timoteo 1, 1-2. 12-14; Sal 15, 1-2a y 5. 7-8. 11; san Lucas 6, 39-42
“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?” Así se inicia el Evangelio de la Misa de hoy. Podríamos nosotros en este mismo contexto preguntarnos también: yo cuando tengo alguna duda importante sobre mi vida, sobre cómo actuar, sobre si lo que quiero hacer o pretendo llevar a cabo está bien o esta mal ¿a quién voy a preguntar?, ¿a quién acudo?
En la práctica se podría decir que hay dos tipos de personas a las que podemos acudir. Podemos acudir a alguien que sabemos que tiene conocimientos importantes sobre ese tema –sobre la moral, sobre la fe- sobre una cuestión determinada, por ejemplo, de tipo matrimonial, de tipo profesional; sobre cuestiones familiares, a veces peliagudas de difícil resolución. Es decir, ¿acudo a alguien que sé que me va a dar luz? O, dicho de otro modo ¿busco con esa consulta la verdad?
La segunda posibilidad para resolver mi duda importante sobre algo en lo que está en juego mi propio bien, o el de mi cónyuge, o en aspectos profesionales, es acudir a alguien que sé que me va a “dar la razón”, que normalmente me dice siempre lo que yo quiero oír.
El otro día leía en un artículo de un buen escritor que hablaba sobre los “los escritores-taxistas”. Les llamaba así porque son ensayistas o novelistas que llevan al lector donde “el quiere ir”; es decir, escribe de acuerdo con lo que está de moda, lo que se lleva, lo que agrada a los lectores en su mayoría, buscando el beneplácito, la aprobación, el aplauso o, en definitiva el dinero por las muchas ventas.
Debemos pensar sobre los amigos que tenemos. A veces esas consultas importantes para nuestra vida las intentamos resolver o vamos a pedir ayuda a alguien que quizá es muy amigo nuestro, con quien nos lo pasamos muy bien, nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero que de lo que quiero saber no sabe nada. Quizá es muy locuaz, tiene ingenio y es “moderno” y atrevido; puede que sea muy simpático, incluso es listo y “sabe mucho de la vida”. Pero ¿realmente tiene ojos para ver qué es lo mejor para mí? O, por el contrario ¿es un ciego, aunque tenga todas esas cualidades, de tal manera que si voy a él los dos caeremos en el hoyo?
En la Iglesia tenemos un tipo de personas que tienen el conocimiento necesario para orientarnos porque han estudiado teología (al menos cinco años) que intentan llevar una vida cerca de Dios, y que además de aconsejarnos, o, mejor dicho, antes de aconsejarnos, pensarán la solución, rezarán a Dios para acertar en la consulta que les hacemos, porque quieren lo mejor para nosotros. A estos hombres en la Iglesia se les ha llamado siempre directores espirituales. Podemos denominarlos como nos parezca más adecuado, pero nos entendemos al denominarlos ahora con esta expresión. Acudamos a ellos; desde luego sus ojos -sus conocimientos y sus deseos de ayudarnos de verdad- nos servirán para ver la luz y para darnos el consejo oportuno. Si al ir caminando juntos ven “un hoyo”, seguro que, respetando nuestra libertad, nos lo advertirán para que no caigamos en él. Demos gracias a Dios por estos hombres buenos que siempre están dispuestos a ayudarnos a salir, si es que hubiéramos caído, de los “hoyos”.