Zacarías 8, 1-8; Sal 101, 16-18. 19-21. 29 y 22-23 ; san Lucas 9, 46-50

El año pasado compré unas cuantas túnicas para los monaguillos de la parroquia. Calculé su altura y compré de diversos tamaños. Ahora me encuentro con un problema: Los que tienen la cabeza pequeña son demasiado altos, y los más bajitos tienen la cabeza grande, y no pueden ponerse las túnicas pequeñas. Así que al final salen los más altos con túnicas cortas y los más bajitos con túnicas que arrastran por todos sitios. Cualquier día me veo recogiendo los dientes que se dejen el suelo cuando se caigan (un monaguillo que no corre por la iglesia es poco monaguillo). Así serán los genes actuales: cuerpo grande-cabeza pequeña, cuerpo pequeño-cabeza grande.
“Jesús, adivinando lo que pensaban, cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado.” Me gusta pensar en Jesús rodeado de niños. Los niños se acercan a los que le dan confianza y, por supuesto, descubren que les agrada a sus padres. Jesús debía predicar a familias enteras y, mientras hablaba, los niños se acercarían, jugarían, molestarían o llorarían. Antes de la generación de los video juegos los niños eran más naturales y espontáneos. Es una lástima que el Evangelio no nos haya dejado las conversaciones de Jesús y los niños, las preguntas que le harían y cómo Jesús les explicaría quién es Dios, su Padre.
También es una lástima que se haya perdido en tantos sitios el rezar en familia, escuchar juntos la Palabra de Dios, invocar juntos a nuestra Madre con la oración del Rosario, acudir juntos a la Santa Misa cada domingo. Es cierto que a veces los niños corren y juegan por la Iglesia, también es cierto que a veces los sacerdotes nos hemos enfadado y hemos regañado a los niños o a los padres, o que algunos de los otros fieles -muy serios ellos-, se han indignado por la “naturalidad” de los niños. Realmente hay que ir enseñando a los niños a diferenciar entre el parque y la iglesia (sobre todo cuando el niño ha cumplido ya los dieciséis años), pero no debemos tomarlos como los enemigos. “Como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir,” parece que dicen algunos cristianos circunspectos cuando les “molesta” en “su Misa.” A esos que, como mis monaguillos, tienen la cabeza grande y el cuerpo -y por lo tanto el corazón-, muy pequeño, habría que recordarles que Cristo no “aguantó” a los niños, sino que los amó y por ellos también murió en la cruz, para acercarles a su Padre Dios.
Familias, rezad juntos. No temáis la crítica de los desaboridos, ni las quejas del adolescente. Cuando las familias rezan juntas aprenden a quererse con más profundidad, con más hondura y con la ternura de Dios. Cuando abdicamos de rezar en familia y cada uno vive la fe “a su manera,” entonces Jesús deja de ser de “confianza” de la familia y los niños no quieren acercarse a Él, se convierte en un señor que viene a fastidiarnos los domingos y que, cuanto antes prescindamos de él, mucho mejor.
¿Puede parecer una batalla perdida? Sin duda la presión social es grande para que se prescinda de Dios en la vida familiar, pero recuerda que nosotros no perdemos ninguna batalla, Cristo ya las ha ganado todas. Junto con los niños acudid a rezar el padre, la madre y nuestra Madre del Cielo, verás como ella consigue que lo que parecía imposible se convierte en una realidad gozosa.