Nehernías 2, 1-8; Sal 136, 1-2. 3. 4-5. 6 ; san Lucas 9, 57-62

Una de las “ventajas” de ser sacerdote es que durante la Misa ves la cara a la gente (no es ningún privilegio, o al menos lo compartimos con los monaguillos). Ves a los que se duermen, los que se despistan, los que bostezan, los que están muy concentrados, los que están contando las cruces del vía-crucis (son catorce, ni aumentan ni disminuyen, pero las cuentan semana tras semana). Contemplas a la madre que regaña al niño, al que se busca desesperadamente el móvil cuando empieza a sonar, al que se traga el chicle o lo pega (el muy guarro) en el banco de enfrente. Se puede ver casi de todo, pero es bastante difícil ver a alguien sonreír.
Tal vez el Señor desde el altar, al mirar tantas caras serias, nos diría como Artajerjes a Nehemías: “¿Qué te pasa que estás tan triste? Tú no estás enfermo, sino preocupado.” No es que en la iglesia haya que estar contando chistes o haciendo bromas, pero ciertamente echo [echo de “echar” es sin “h”, lo siento]de menos las sonrisas, caras que demuestren felicidad, esperanza, alegría de encontrarse con quien amas y te ama. Parece que sonreír en la iglesia es una falta de respeto, como si fuese irreverente que el hijo sonría a los padres, el novio a su novia, el esposo a su esposa.
“Las zorras tienen madriguera y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.” A los hijos de Dios nos podrán faltar muchas cosas, e incluso es posible que a veces carezcamos de lo necesario, pero no debemos perder la sonrisa. El seguir a Cristo, “te seguiré a donde vayas,” no tengamos que caminar tristes. Triste como Nehemías está el que tiene muchas pre-ocupaciones, es decir tiene la cabeza y el corazón divididos en muchas partes y el seguir a Cristo es “otra cosa más.” El que quiere “enterrar a su padre,” o el que quiere “despedirse de su familia,” no es que quiera hacer cosas malas. El Señor no quiere destrozar las obras de misericordia ni cargarse de golpe el cuarto mandamiento, pero estos personajes, de los que no sabemos ni el nombre, no parece que siguiesen “alegres” a Cristo. Los apóstoles, como veíamos ayer, no se enteraban de nada, pero su alegría era estar con Jesús, estos personajes parece que seguían a Jesús para “ver que pasaba.” Al igual, cuando vamos a Misa, podemos ir con el corazón en otra parte, pensando en otras cosas pero diciéndonos: “Bueno, ya hemos estado en Misa, ya hemos cumplido.” O podemos ir a encontrarnos con Cristo, a empaparnos de su Palabra, a recibir su Cuerpo y su Sangre, con la alegría de estar con Él y anhelando volver. Si vamos de esta segunda manera seguro que sonreiremos.
Si los cristianos transmitiésemos de verdad la alegría que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones seríamos más apostólicos, más atrayentes para un mundo con tantas preocupaciones que no se ocupa de lo verdaderamente importante
Santa Teresita de Lisieux llamaba a la imagen de la Virgen Milagrosa con la advocación “Virgen de la Sonrisa,” pues con una sonrisa le quitó todas sus penas en la infancia. Creo que en Madrid no hay ninguna parroquia con ese nombre, si algún día me toca construir pensaré en esa advocación. Cuando vayas a la iglesia entra con la Virgen, verás que ella sonríe, hazlo tú también.