Eclesiástico 48,1-4.9-11 ; Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19; san Mateo 17, 10-13
Hoy dejamos por un día a Isaías para que el libro del Eclesiástico nos hable de Elías. Considerado como uno de los grandes profetas de Israel, se nos dice que, después de haber salvado al Pueblo elegido de la intromisión de dioses ajenos al Único Dios, un torbellino lo arrebató al cielo. La figura de este profeta, enérgico y un tanto vehemente, supuso un instrumento más que adecuado para lograr esa primera restauración del bien frente al mal.
Pero el contrapunto lo pone el Señor. Elías es la excusa para hablar de Juan el Bautista, el precursor del Mesías. Algunos dicen que vivimos tiempos en los que serían necesarios profetas al estilo de Elías, capaces de enfrentarse con los poderes de este mundo, poniendo en ridículo a los adoradores de dioses de barro, o que duermen en la indiferencia mientras el mal campa por doquier. Sí, es fácil reducir todo a buenos y malos. Pero ante esa denuncia de lo que nos rodea, quizás nos falte hacer un poco de examen personal. Decía san Agustín: “Os quejáis de lo mal que va el mundo… cambiad vosotros, y cambiará el mundo”. Si alguien te dice que no te gusta lo que haces o cómo lo haces, puede convertirse, en un instante, en ese enemigo “malo” que no aprecia el esfuerzo que has realizado. Incluso, ¿qué ocurre si no tiene razón?, ¿ha de ser llevado al patíbulo de nuestras condenas? Creo que el primer adversario no es otro, sino el de nuestra propia soberbia.
El tiempo que nos toca vivir no es precisamente el más fácil, pero tampoco es el peor de la historia de la humanidad. Como cada día de nuestra vida, toda época tiene su propio afán. Y esa solicitud, necesaria para transformar el mundo, sólo puede llenarse con santidad. El ejemplo que pone Jesús en san Juan Bautista es tal vez el que necesitamos para nuestros días. El Bautista no hizo llover fuego del cielo, sino que invitó a sus contemporáneos a la conversión mediante un bautismo de agua y, posteriormente, el seguimiento de Cristo. Tampoco fue despedido en una carroza de fuego hacia el cielo, sino que fue decapitado por un rey farsante y adúltero al que le ganaron los respetos humanos a causa de un baile… Y este es el ejemplo que pone el Señor, colocándolo al nivel de Elías, o incluso superándolo cuando asegura que no ha nacido de mujer alguien mayor que él. Una vez más, el camino que ofrece Jesucristo es el de la Cruz: “Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”.
Los Apóstoles Santiago y Juan pidieron al Señor que hiciera bajar fuego del cielo para destruir a un pueblo que no los acogió. Jesús les dice que no se enteran, que la cosa no va por ahí… También les advierte, en otro momento, que es necesario que crezca el trigo juzgo a la cizaña, y que ya vendrá el tiempo de separar uno de otro. Ya se ve que esto último le corresponde en exclusiva a Dios, y que lo nuestro es seguir a Jesús… hasta la Cruz. ¿Hemos de permanecer impasibles ante el mal? Evidentemente que no. Es necesario luchar contra lo que nos aparta de Dios, pero hemos de recordar que el primer enemigo somos nosotros, que lo tenemos muy enraizado en nuestro interior, y que es necesaria mucha humildad para llegar a ese convencimiento. Por eso nos pone Jesucristo el ejemplo de san Juan Bautista, porque, una vez terminada su misión, desapareció y dejó que sólo brillase la luz del Mesías… ¿Somos capaces, tú y yo, de renunciar a nuestros éxitos (tan ridículos en ocasiones) para que, llegado el momento, la gloria sea sólo de Dios?
María, la Inmaculada, reconociéndose esclava del Señor, nos aseguró, para estos tiempos que corren, la única manera de llevar a cabo el plan de Dios… Y recuerda que la humildad de san Juan Bautista le llevó a denunciar la mentira de Herodes, ya que el ser humildes lleva inexorablemente a la verdad.