apóstol san Juan 1, 5-2, 2; Sal 123, 2-3. 4-5. 7b-8 ; san Mateo 2, 13-18

El comentario de hoy quizás sea difícil de digerir para algunos. Hay unos niños que mueren en lugar de Cristo y la Iglesia celebra su fiesta. Alguno podría pensar que la Iglesia los ha colocado en el cielo para ahorrarse dar explicaciones, pero no es así. El Cardenal Newman decía: “Todos los que se acercaron a Jesús han sufrido, más o menos, por el mismo hecho del contacto, como si emanara de él una fuerza secreta que purifica y santifica las almas por medio de las penas de este mundo. Este fue el caso de los santos inocentes”.
Charles Péguy aún fue más lejos en su lectura del evento. Dijo que Jesús permitió el martirio de los inocentes porque eran compañeros suyos de generación (como de promoción en la escuela), y por eso los asoció a su muerte cruenta. Ahora están en el cielo, y podemos imaginarlos como hizo Aurelio Prudencio, jugando delante de Dios usando sus coronas como aros y la palma del martirio como bastón para guiarlos. Santa Teresita, en unos versos preciosos, titulados “A mis hermanos los santos inocentes”, los dibuja estirándole las barbas a Dios Padre. Esas proyecciones de la vida de la gloria, donde habrá muchos niños con una felicidad mayor a la que hoy les han robado, no debe apartarnos del sentido de la fiesta. Celebramos que son mártires. Es decir, que murieron por Cristo. Y su muerte provocó el llanto de sus madres. El Evangelio de hoy no oculta la profundidad de ese dolor. Con palabras de Isaías señala: “Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven”.
Me impresiona la presencia de estas palabras en el Evangelio, porque evidencian que Dios no se toma a la ligera el dolor del hombre. El sufrimiento no es algo que podamos obviar. Decir “ha sucedido” y pasar página. Jesús, al entrar en el mundo, va a conocer lo más oscuro de él y va a saborearlo hasta el fondo, apurando las heces del cáliz que le es ofrecido. Él es el Inocente por excelencia, el que no cometió pecado y cargó con las culpas de todos. Y permitió, en un misterio que nos desborda, que unos niños sin culpa, en los albores de la infancia, fueran víctimas de la crueldad de Herodes. Como dice san Agustín, “no fue la espada sino la causa”, la que les confirió el martirio.
Me gusta pensar en lo que dice Péguy y también en el hecho de que Jesús sigue siendo contemporáneo nuestro y que hay mucho dolor que no sabemos explicar pero que está íntimamente unido al suyo. Decía Newman “Cuando los acontecimientos nos acercan a Cristo, cuando sufrimos por Cristo, lo tenemos que considerar como un inmerecido privilegio sea el que fuere el sufrimiento, incluso cuando en un principio no somos conscientes de sufrir por él”.
Y mientras meditamos en esta fiesta, nuestra mirada se dirige espontáneamente al cielo, porque sabemos que aquellos niños, que podían haber sido compañeros de juegos de Jesús, pero lo precedieron en la muerte, no dejan de acompañar a todos los inocentes que hoy sufren. Especialmente, lo sabemos, a los niños que no dejan nacer, a los pequeños que son maltratados, a los amantes que el mundo odia pero que Jesús ama hasta el punto de asociarlos a Él.
Y pensamos también en el corazón maternal de María, al que debieron llegar los llantos de aquellas mujeres que habían perdido a su Hijo y que ella miraría con una compasión hasta entonces desconocida. Y al apretar a su Niño entre los brazos susurraría: “Cuando lo veáis clavado en la cruz y resucitado lo entenderéis todo”. No temáis llorar, porque Dios mismo será vuestro consuelo.