san Juan 2, 18-21; Sal 95, 1-2. 11-12. 13-14; san Juan 1, 1-18
El Evangelista san Juan parte de la vida eterna de Dios para explicar el misterio de la Encarnación. Quien nace en Belén ya existía, desde siempre, en Dios. Él era Dios desde siempre pero quiso ceñirse a nuestra existencia de calendario. La liturgia nos lo recuerda en este día que es el último del año civil. Pero, como sabemos, para Dios un día es como mil años y mil años como un día. Ese hecho de Dios se introduce en nuestra historia para convertirse en experiencia de todos nosotros. Dijo Benedicto XVI en la homilía de Navidad: “El eterno hoy de Dios ha descendido en el hoy efímero del mundo, arrastrando nuestro hoy pasajero al hoy perenne de Dios. Dios es tan grande que puede hacerse pequeño”.
Dios nos concede su eternidad al hacernos participar de su vida. Para ello es preciso recibirlo. Así lo dice el evangelista al señalar que “a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”.
Esta noche habrá fiesta en todas partes. El denominador común de muchas de ellas será la frivolidad y el deseo de huir del presente. Se cometerán muchas barbaridades con la pretensión de exorcizar un tiempo que se nos escapa. Hoy, como nunca, mientras el mundo vive con la sensación de un progreso que no conoce límites, pesa sobre nosotros el miedo a envejecer. La fiesta está presidida muchas veces por la sombra de la muerte. No se la menta, pero está ahí como un tabú que induce al desenfreno. Cierto que muchos celebrarán la noche vieja de otra manera, pero hay como un “leiv motiv”, que es olvidar como pasan las hojas del almanaque y se suceden los días y los segundos sin que nada pueda impedirlo. ¿Es ese el destino del hombre?
El Evangelio de hoy nos invita a mirar el tiempo de otra manera. Nos dice que hay que contemplarlo desde Jesús. En Él los días no son un deber ineludible que querríamos no sucediera, sino el momento del cumplimiento del deseo que habita en nuestro corazón. Es así porque el Verbo ha plantado su tienda entre nosotros.
La tienda, en el Antiguo Testamento, designaba el lugar donde Moisés se encontraba con Dios y trataba con él como un amigo. Se denominaba la tienda del encuentro. Entonces el acceso estaba reservado a Moisés. Ahora, a partir de la Encarnación, todo hombre puede encontrarse con Cristo y vivir con Él.
Sabemos que el lugar fundamental donde eso se da es la Eucaristía. Que es lo más importante que sucede cada día en la historia. San Vicente de Paul recordaba a las Hijas de la Caridad que lo más importante que hacían cada día era recibir a Jesús en la comunión. Y les hacía ponderar ese hecho inefable de que el Omnipotente y Eterno Dios quisiera unirse a la pequeñez de cada uno de nosotros.
La historia sigue su curso. Se acaba un año y empieza otro. Es así desde hace siglos y no sabemos hasta cuando. De hecho es bastante irrelevante. Lo más importante es que podemos vivir cada instante en relación con la eternidad de Dios. Por eso un santo como Francisco Regis se preguntaba antes de hacer cualquier cosa: “¿Qué tiene esto que ver con la eternidad?
Deseémonos una feliz entrada de año, que será verdaderamente nuevo si lo vivimos en el Señor, en quien todas las cosas son nuevas.